Asi no nos entenderemos nunca
Incidentalmente leí en una ocasión una «brevería» de A BC (Jueves 9 de diciembre de 1976), titulada «Feminismo». Pensé «¡Asi no nos entenderemos nunca los hombres y las mujeres! ».En efecto, esas escasas líneas resultaban un compendio paradigmático, sin fisura ni desperdicio, de la instintiva estrategia masculina en la materia, mezcla de inconsciencia e inconsecuencia, junto con ese aire de respetabilidad ofendida propio de los luchadores por el statu quo tradicional y su comme-ii-Jaut aparente.
Se trataba de las manifestaciones de mujeres en- Barcelona y Zaragoza con motivo de los juicios por adulterio llevados a cabo por maridos vengativos (ahora he -visto que un nuevo juicio de este género ha tenido lugar). Dichos maridos pretendían recayese sobre las infieles el rigor de la ley penal aún vigente en nuestro suelo en el año de gracia de 1976, o sea, la cárcel. Las manifestantes, por el contrario, reclamaban la despenalización del adulterio, asunto en el que la mujer es tratada, respecto del varón, con desigualdad tanta, que, diría-, a pesar del pecado, ella clama al Cielo. Pero de esto los señores ni se enteran o dan por enterados; en todo caso, no se hacen cuestión de ello. ¿Y qué pueden hacer en tonces las mujeres? Pues, gritar, y estos «gritos» son los que nos re prochan, los que molestan. Argu mentan que son impropios de nuestra «delicadeza», de nuestra «dignidad» femenina. Acaso sea así, pero acaso también hagan falta estas estridencias desacom .pasadas para despertar a la granmasa inerte, apresada en los usos establecidos; estridencias tanto más exc usables por cuanto, en justicia, en lo que habría que reparar es en la causa o en quienes son los causantes de que «gritemos» -unas de una manera, otras de otra-; de que tengamos que gritar si nos tenemos en algo, lo que indudablemente es una forma de respetarse, quizá, o sin quizás, la más fundamental y genuina de todas. Por ello, repito, más que los desmanes en la vía pública, conviene indagar la razón que llevó a, ellos nuestro, hasta la -fecha, tan sumiso y recoleto sexo. Ahí es donde está la raíz y se esconde el verdadero mal moral. Más importante es, pues, aquello que origina tan vituperados efectos que los propios efectos en sí. Hay que darse cuenta de que estos no son sino meras consecuencias, meras reacciones segundas o un 4ml o daño primero. Pero la gente prefiere fijarse en lo escandaloso a mano y ejercer su crítica fácil que dirigir su atención a la causa profunda, más complicada de desentrañar. En nombre de los visibles desmanes, se cierra los ojos -y la conciencia- al obvio pero recóndito atropello. Así lo inmediato a hacer, si se pretende pensar con objetividad, esto es, con visos de equidad, es elevarse a la fuente de donde manan, es descubrir el fundamento o justificación que puedan tener en su origen. ¿Pero quién hace eso? Sobre todo si es varón.
Más luego, en una seg.unda etapa de toma de conciencia, después de no haberse dejado arrastrar por el instinto o el egoísta afán por conservar las propias ventajas, en ese fluido instante de duda e inseguridad, también de lucided imparcial, -cabe hacerse la incómoda - pregunta-de si- uno mis m_o no tiene alguna participación y responsabil.idad en la culpa colectiva, en el mal social. del principio. En este nuevo estadio, la crítica hacia los demás se vuelve contra uno, se transformaen auto-crítica personal y se hace mucho más evolucionada, atenta y desinteresada. Es el espíritu el que, al reconocer la deficiencia en que está inmerso, alcanza su verdadera promoción humana. En esta disposición de humildad y desengreimiento es cuanclo puede asomar la sospecha de que el mal, el causado por esa soterrada complicidad en la ceguera general, es mucho más grave y dañino que las chocantes turbulencias de superficie, tan explotadas contra las «otras». Considero que es en esta comprensión esclarecida y esclarecedora a la par, cuando los sexos van a poder entenderse, van a poder acercarse sin riesgo de malentendidos desgarradores e inferiorizantes... para ambos. Pero mientras llegue esa hora feliz, tenemos los dichos del señor de la Brevería, porque señor tiene que ser y además de la vieja generación -lo cual es ser dos veces «señor»-, para ser capaz de especificar que las ruidosas protagonistas de las manifestaciones se sublevaron «contra lo que éstas consideran una injusta discriminación legal» (éste y los siguientes subrayados son míos), lo cual, delata que para él no lo es objetivamente, que representa tan-sólo un mal subjetivo, particular de esas acaloradas damas. Así recomienda que, en lugar de importunar a la Magistratura y al Gobierno, «mús bien deberían hacerlo ante los esposos» (sic), ¡como si todas no lo hubiesen hecho ya desde siglos y milenios! Y aquí viene la pasmosa razón del consejo: ¡porque en la ley,tienen un instrumento para defender su honor! Y añade: «igual que cualquier ciudadano, hombre o mujer, lo tiene contra las injurias verbales». Que me perdone el autor de la «Brevería» pero la infidelidad no es comparable con las afrentas verbales, y ante ella la mujer está casi totalmente desasistida. De hecho, fuera del Tecinto familiar el hombre, salvo en los casos de «amancebamiento notorio», es inatacable, impunible. A ella sólo le han sido conferidos recursos o amparo legal dentro de los íntimos y sagrados lírnítes del hogar, es decir, frente al colmo del desprecio y la injuria. Toda vez que si ella diere un único traspiés y donde fuere, ya es suficiente para considerarla una delincuente, una adúltera. Sin embargo, ello no impide a nuestro autor desconocido -de,masiado conocido- (todos ha-' blan y piensan igual), ofrecer, impertérrito, lo que él supone' ser el gran remedio leguleyo: «Basta, pues, la renuncia del (marido) ofendido al derecho que se le otorga y el débito, virtualmente ha desaparecido». Así de fácil. Así de buena y condescendiente es ki ley para nosotras, estúpidas e ingratas féminas. «Negocien, pues, insiste, la conformidad de los esposos». Y todo ello, claro está, rematado con la ritual ende,c.ha al «honor familiar», honor al que ellos, por su parte, gracias a la ley, han prestado tan escasa atención. Ante esta situación de desven- taja, lo que estas mujeres rebeldes reclaman es que el adulterio deje de ser considerado un delito; con todo, si me p 1 reguntasen a mí, yo pediría la inversa: su penaliza ción, pero una igual para los hombres coniq para las mujeres, o sea, la equiparación por arriba, no por abajo. Estoy convencida de que sería un arma de una efi cacia esp ectacular para cercenar ,las ínfulas donjuanescas de los caballeros, porque el riesgo de cinco años de cárcel carece de cualquier aliciente. Convengo que en un principio ello causaría algún trastorno al Estado debido al anormal crecimiento de la po blación penal, sin embargo, es de confiar que con el tiempo y la construcción - de algunos edificios imponentes las cosas entrarían en su cauce.
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