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Reportaje:

Ser viejo, una buena edad para vivir

Uno de cada diez españoles tiene más de 65 años. La estadística ponderaba en 1975, a la hora de planear el Cuarto Plan de Desarrollo, una población total de 35.572.277 habitantes, de los que un 10,31 % (3.668.256) contaba más de 65 años, y preveía para 1980 —con algunas correcciones posteriores— una población total de 37.429.020 habitantes y casi un 11% de mayores de 65 años.

De este 10 % largo de la población, la mayor parte está desasistida económicamente. Entre el 65 y el 75% de ellos reciben pensiones de diversos organismos, siendo el mayor número la Seguridad Social, que tramita las del Ministerio de Trabajo. También existen pensionados de la Administración Local y Central, del Ejército y otras Armas, y del Fondo Nacional de Asistencia. Estas son seguramente las más escandalosas, con su promedio de 1.500 pesetas por mes y persona. Con todo, los conflictos de pensionistas tienen como base, precisamente, la escasa cuantía de éstas: en la Seguridad Social hay un tanto por ciento muy alto que cobra entre 4.500 y 5.500 pesetas al mes.

Tradicionalmente vienen funcionando los asilos, organismos religiosos de asistencia y caridad, pero por sus instalaciones y disciplinas anticuadas, y su falta de adecuación a los tiempos y a las necesidades de los mayores, se están cerrando en su mayoría, o se consideran en extinción. Las residencias de ancianos, ciudades de ancianos, hogares y clubs son otros tantos intentos de ofrecer, sin salir de la rnarginación, soluciones que ocupan el ocio de los mayores y les dan vivienda o asistencia médica. En realidad son más solución para las familias agobiadas por el peso económico y la estrechez de espacio de la gran ciudad. De hecho, la creación de un mundo aparte para los viejos, es ficticia, y así es sentido por ellos.

La vejez, un fenómeno social

Si se hiciera un calendario de conflictos, y particularmente de conflictos perdidos en España, se vería salpicado por la noticia, extendida a todas las provincias, de la protesta de los viejos. Por las bajas pensiones, que es la razón económica; por la falta de parques y la disposición de las ciudades, incómodas, polucionadas y donde no se puede pasear en paz, que va un poco más lejos. Por la escasa existencia de residencias y ciudades de ancianos, que ellos consideran como un mal menor, aburridos por la sensación de ser un trasto que espera al final, estorbando. Y esto es más complicado aún. Y ahora, no es raro oír sus reivindicaciones lo que podría concretarse por «no somos sólo un voto, pero somos un voto». Casi cuatro millones de votos.

El problema central, que a Simone de Beauvoir le llevó un largo e inteligente trabajo, no está, sin embargo. en el desasistimiento, económico, ni en la falta de peso político de los viejos. Está en la comprensión del hombre que tiene esta sociedad. La vejez —dice— no es un problema biológico, sino social. Cada sociedad define quiénes son sus viejos, y qué son sus viejos. Para la nuestra, que es la sociedad del beneficio y el consumo, de la productividad y la plusvalía, viejos son los que dejan de producir beneficios económicos, a sí mismos o a sus patronos. Y los viejos, como todos los improductivos, son marginados. Para nuestra sociedad los viejos no sirven para nada. Como no sirven los llamados minusválidos, ni los subnormales, ni los locos. Ni tantas minorías que no se ajustan al patrón del hombre rentable. Si los niños existen para nuestra sociedad es porque son su esperanza de rentabilidad.

El concepto mismo de población activa que rige las estadísticas, de la misma manera que discrimina el trabajo de la mujer, muestra cómo es la rentabilidad inmediata y traducible en dinero, la que decide la utilidad social.

Claro, que esto no se dice. Simplemente se admite como natural —incluso por los mismos mayores— que hay un tipo de hombre válido y deseable, y una época de este hombre en que se da la plenitud de la utilidad personal y social. Hay un patrón social: el hombre varón, joven, blanco, completo físicamente, occidental. Y el resto, mujer, viejo, negro o simplemente no blanco, oriental, etcétera, y loco, enfermo, transgresor —homosexual o delincuente, o culturalmente aferrado: gitano o judío— es lo diferente. El horror a la diferencia, que ha visto acertadamente Foucault, es, también, la fuente de discriminación de los mayores. Y en este caso, como en todos, la clave está en la rentabilidad capitalista.

La revuelta de los viejos

En este caso, como en el de otras minorías —y es delirante sumar las cantidades de marginales: reducen esa supuesta mayoría de «normales», a la verdadera minoría, cuya razón está, únicamente, en el poder—, la revuelta es imparable. Los mayores, al margen de la palabrería paternalista al uso, se organizan en asociaciones de distintos colores, y plantean sus reivindicaciones, estudian sus problemas y tratan de gestionar las soluciones.

La Asociación de la Tercera Edad, cuyo hombre fuerte y gestor es Amando Roca, intenta la creación de una ciudad de ancianos, en Almería, especie de paraíso de bungalows con asistencia médica y asesoría jurídica. Se propone además la creación de círculos, casinos, bibliotecas y clubs para el esparcimiento de los mayores de sesenta años, y funcionará con una junta central en Madrid, y una serie de delegaciones por provincias. El señor Roca se mueve por los medios de comunicación y por los pasillos de la Administración — «la presencia de la mujer ha suavizado mucho la dureza de las esperas de despacho», dice a EL PAIS— tratando de allegar fondos y apoyo a este proyecto de corte nórdico. «Ningún Gobierno —dice— podría solucionar este problema tan generalizado de la tercera edad, porque es algo así como una herencia de la que nadie quiere hacerse cargo debido a los derechos reales, vulgo: responsabilidades, que ello supondría. Pero que si los mayores, cada uno de acuerdo con nuestras posibilidades, nuestra conciencia y los medios conseguidos tratamos de demostrar a la Administración que seguirnos siendo útiles, valiéndonos por nuestros propios medios, en los que entre la inteligencia y la experiencia, además de aquellos previstos por el Estado, podremos ver que estamos ante la revisión general de algo que hoy es crónico por lo resignadamente aceptado y tranquilamente impuesto o permitido».

A otro nivel, al nivel de las reivindicaciones cotidianas, la Asociación de Pensionistas y Jubilados, que funciona como federación de asociaciones provinciales, se plantea la intervención en los hogares de pensionistas, la presión sobre la Administración para la subida de las pensiones y la gestión y fiscalización por parte de la asociación, de los hogares y clubs de pensionistas y jubilados. En suma, tratan de que se humanice la intervención de la Administración Central, que se salga de las pensiones de hambre y dejen de tratar a los viejos como niños. «Si las pensiones fueran suficientes —dice José Caldeira, presidente de la Asociación Provincial de Madrid—, los viejos no se verían marginados en casa de sus familias, dejarían de ser un peso. No pedimos ninguna caridad: es justicia que, después de trabajar toda la vida y cotizar al Estado con nuestros impuestos, podamos vivir el resto dignamente.» Consideran los hogares como mal menor e insuficiente, y ofrecen su voto a los partidos que metan en su programa vías de solución para este arduo problema.

Las formas de intervención no se diferencian mucho de las de otras asociaciones ciudadanas: charlas de extensión, propaganda, carteles, concentraciones... Trabajan por barrios, están mal vistos por la Dirección Oficial de los Hogares —«pon que no nos dejan trabajar allí, cuando hay muchos mayores que no pueden desplazarse hasta nuestra sede»— y en el fondo, muchos están convencidos de que «las cosas tienen que cambiar mucho» para que cambie también su situación. Recientemente, su campaña por unas pensiones que alcancen como mínimo el salario mínimo —ya decíamos que la media es de 4.000 pesetas, con la última subida de enero pasado (véase cuadro) —ha tenido fuerte audiencia provincial y nacional.

Diez puntos reivindicativos

Con carácter urgente los viejos madrileños reivindican diez puntos mínimos «que no son más que el primer paso para que mejore un poco nuestra situación», y que son los siguientes:

1. Fijar en un mínimo cualquier pensión de la Seguridad Social, y que este mínimo nunca sea inferior al salario mínimo interprofesional.

2. Revisión de estas pensiones dos veces al año, incrementándolas a tenor del aumento del coste de la vida y en base a los datos del Instituto Nacional de Estadística.

3. Incrementar con una paga extraordinaria más, de una mensualidad, todas las pensiones de la Seguridad Social y con cargo a los fondos de las distintas mutualidades.

4. Destinar todos los fondos de las mutualidades fines únicos y exclusivos de la Previsión Social.

5. En los matrimonios de jubilados, respetar el derecho de la viuda a recibir con carácter vitalicio la pensión del cónyuge y cierta preferencia para el ingreso en las residencias de ancianos.

6. Representación de los pensionistas de la Seguridad Social en los montepíos, en el Instituto Nacional de Previsión y en la Seguridad Social.

7. Instalación de centros de geriatría y residencias especiales suficientes para todos los pensionistas.

8. Becas y acceso gratuito a cualquier centro de enseñanza, deportivos y culturales en general, para los huérfanos acogidos a la Seguridad Social.

9. Utilización gratuita de los transportes públicos y acceso libre a los centros culturales por parte de los pensionistas de la SS.

10. Eximir a todos los pensionistas de cualquier tipo de impuesto, tanto fiscal como provinciales o municipales.

Paso a paso, los viejos son cada vez más conscientes de que con esto no basta. Como dice Simone de Beauvoir, «cuando uno llega a conocer la condición de los viejos, no puede contentarse con reclamar una política de vejez más generosa, una elevación de las pensiones, viviendas sanas, la organización del ocio. Es todo el sistema el que está en juego y la reivindicación sólo puede ser radical: cambiar de vida». Esto es, hacer que la vejez sea una edad tan buena como otra cualquiera para ser vivida.

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