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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Autoritarismo, liberalismo y progreso económico

No cabe duda de que la revolución industrial en España, la transición desde una economía «tradicional» (predominantemente agraria y campesina, tecnológicamente atrasada, de bajos niveles de productividad y nivel de vida) a una economía «moderna» (inviértanse los adjetivos anteriores: industrial, urbana, adelantada, altos) es un fenómeno del siglo XX. Esto contrasta con el caso de tantos países europeos que llevan a cabo esa transición durante el siglo pasado. Se pretende por algunos deducir de este contraste la conclusión de que en España fracasó el liberalismo (siglo XIX) y en cambio triunfó el autoritarismo (siglo XX) como sistema económico. Esta tesis tiene como virtud indudable la claridad de su significado. ¿Tiene también la de su adecuación a la realidad? Examinémosla por partes.

Está en primer lugar la cuestión de identificar ambos siglos con un signo político diverso, proposición más que dudosa. Objetivar los siglos para adjetivarlos y contraponerlos podrá tener atractivo como imagen literaria, podrá ser un eficaz recurso expositivo, pero carece de contenido cognoscitivo. En realidad, los regímenes autoritarios del siglo XX español tienen claros antecedentes en la centuria anterior y visibles homólogos en otras sociales en vías de transición o sujetas a graves crisis sociales. La historia de la España contemporánea tiene mucha mayor unidad de lo que los preconizadores de la dicotomía «siglo XIX-siglo XX» pretenden, pero también menos originalidad. No es que el liberalismo como fórmula económica fracasara en la España decimonónica; es que la España decimonónica, como el resto de la Europa meridional y gran parte de la oriental, por razones complejas en las que entran factores históricos, políticos, sociales, culturales y geográficos, no siguió el proceso de industrialización y modernización por el que atravesaron los países del noroeste de Europa. El hecho de que, dentro de nuestro continente, las zonas de adelanto y atraso económico puedan delimitarse espacialmente con tanta nitidez hace pensar que el factor geográfico tuvo que pasar de manera muy considerable. En todo caso, poco puede achacársele al liberalismo económico porque éste no tuvo nunca plena aplicación, y cuando se aplicó parcialmente fue a fines de siglo, que es cuando hay inicios de crecimiento.

En segundo lugar, pretender hallar una fórmula política sencilla para el desarrollo económico y social parece empresa difícil. Ni el liberalismo ni el autoritarismo (en sus diversas formas) están exentos de éxitos y de fracasos económicos: porque si bien en los casos de Inglaterra, USA, Bélgica, Suiza, Suecia o, en cierto modo, Francia, el desarrollo económico fue acompañado de una política de tendencia liberal y democrática, en países como Alemania, Japón o Rusia la industrialización se llevó a cabo bajo regímenes autoritarios. Parece bastante claro, sin embargo, que el marco político autoritario sólo tiene éxito en etapas de industrialización acelerada, de recuperación del tiempo perdido, de acortamiento de distancias con los países más adelantados. Este parece ser el caso de la Alemania del II Reich, del Japón del emperador Meiji, de la Rusia zarista y de la stalinista. Pero a largo plazo el autoritarismo no parece tener gran futuro económico, como demuestran precisamente los casos de los países citados: Alemania y Japón lo han abandonado; en la URSS, su mantenimiento plantea problemas insolubles.

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El sistema económico autoritario, por rechazable que sea desde un punto de vista ético, tiene frecuentemente una ventaja desde el económico: esta ventaja es el elemento de certidumbre que introduce, la claridad que imprime a las reglas del juego social, la estabilidad del marco político. El diablillo de Maxwell de la economía lo constituyen las «expectativas» elemento sicológico incuantificable que determina todas las decisiones y sobre todo las de inversión, el gran motor de la economía. Las decisiones se toman en virtud de lo que se espera que ocurra mañana. Un futuro incierto retrae la inversión; la estabilidad política la favorece. Sí, por añadidura, el régimen estable marca en el mercado de trabajo unas reglas que disciplinan, reprimen a los obreros y favorecen a los empresarios, miel sobre hojuelas, ya que son estos quienes toman las decisiones de invertir. Pero a largo plazo el autoritarismo parece inviable porque constituye un marco político demasiado burdo, simplista y rígido para resolver los problemas sociales y económicos, de complejidad creciente, que plantea una sociedad moderna y tecnificada.

El caso español encaja en el esquema general trazado por las consideraciones anteriores. La revolución industrial española es del siglo XX, la estamos viviendo todavía; pero tiene sus raíces en el siglo XIX, en el régimen liberal-conservador de la restauración, que incorpora a un sistema político de corte oligárquico los avances económicos y sociales de la revolución de 1868. Los conflictos generados por ese proceso de industrialización producen una polarización social creciente que termina por desembocar en una guerra civil y en el triunfo del bando autoritario. Ello implica que el proceso de transición va a hacerse durante las décadas centrales del siglo XX, bajo un signo marcadamente conservador y dictatorial.

Tal modalidad dé desarrollo económico nos deja un legado más duradero que la estructura política que lo enmarcó. Pero el hecho de que el autoritarismo presidiera una etapa importante en el proceso de industrialización no significa que la alternativa a la vía autoritaria fuese el subdesarrollo. Por el contrario, puede argüirse que los veinte años aproximados de crecimiento económico del franquismo fueron en gran parte de recuperación: del atraso secular y de los veinte primeros años de estancamiento autárquico. Por otra parte, la gran ventaja económica del autoritarismo franquista -la estabilidad política- tuvo contrapartidas de peso (aparte, repito, del juicio moral que pueda merecernos un sistema político que elimina de la vida política -y a veces de la vida a secas- a todo disidente) a las que otro régimen económico no hubiera estado sujeto: la guerra civil, los veinte años de autarquía, la marginación con respecto a Europa, las distorsiones sistemáticas en la asignación de los recursos, la subinversión en capital humano debida a una política cultural anacrónica, el vacío institucional (no fácilmente subsanable hoy a golpe de decreto) que los años de represión nos han legado, y un largo etcétera.

No puede, por tanto, atribuirse a la política autoritaria la modernización económica de España, sino tan sólo la modalidad que revistió. Sobre tal modalidad habrá sin duda toda clase de opiniones. Pero en la medida en que la modernización se ha llevado a cabo, no caben nostalgias ni volver la vista atrás. Una vuelta al autoritarismo causaría la parálisis del complejo organismo social que es la España de hoy, que está saliendo del corsé autocrático con la alegría de la mariposa al abandonar la crisálida que la aprisionaba. Nos guste o no su ejecutoria como régimen de transición, la misión del franquismo ha terminado, las circunstancias que lo propiciaron han desaparecido para siempre, la transición ha tenido ya lugar. Como dice la copla, lo que importa es el camino que queda por recorrer; y en este camino hacia el progreso social ha de ser muy mala guía las recetas del autoritarismo.

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