Se habla mucho del idioma/1
Catedrático de Filología Románica de la Complutense de Madrid y académico de la Española desde 1966En cuanto un purista se acerca a la lengua, con sus problemas actuales, especialmente los que se derivan de la pertinaz interferencia de otras lenguas, inmediatamente comienzan los tonos elegíacos, las profecías amenazadoras. Se habla de escisión y de ruina, de vasallaje, de pérdida de una tradición valiosísima. Sí, hay de todo eso en la presente coyuntura, pero conviene poner en claro previamente muchas cuestiones.
Por todas partes es muy perceptible que se tiende a una integración en unidades superiores. Me atrevería a decir que uno de los rasgos de esta sociedad contradictoria, opulenta y esclava a la vez de sus brillantes logros, es el afán de hablar de grandes estructuras supranacionales (en la economía, en la política, en los medios culturales). Por todas partes surge grandioso este juego de macroestructuras. Es reconocible incluso en los discursos de propagandas políticas aún teñidas de paternalismos. Y detrás de esto se adivina la uniformidad seriada de un estilo de vida que nos hace parecernos extrañamente, sin las acusadas y a veces hostiles diferencias de antaño, de aún no hace, por ejemplo, medio siglo. Para muchos humanos, estas situaciones se desarrollan en un ambiente conflictivo, por lo menos en sus inicios y hasta lograr su madurez. En ese clima de lucha, de esfuerzos por imponer una supremacía, es indudable que uno de los componentes, el más fuerte, será el que lleve la voz cantante. Y lo será el país o la sociedad que, dentro de los reunidos, logre arrastrar a los demás por el prestigio que fuere, su cultura, su potencial económico, su desarrollo material, cualquier otro motivo que le haga estar a la cabeza de la nueva agrupación. Y aquí hemos llegado a la cima de nuestras cuestiones: esa comunidad, dirigida, quiérase o no, por uno de sus miembros, necesitará de una lengua, un medio de comunicación inconfundible, eficaz y aceptado por todos y que, forzosamente, ha de responder ceñidamente a las también nuevas necesidades y urgencias de la naciente comunidad social.
En esta orilla del mundo que llamamos civilización occidental (cosa que, la verdad, cada vez se va entendiendo menos, a pesar de su rancio peso proselitista) son tres las lenguas que aspiran a ejercer, por diversas razones, la dirección de estas comunidades o a ser vehículos de una comunicación de grandes proporciones: el inglés, el francés y el español. Constantemente, dentro de las fronteras de estas lenguas, asistimos a la tenaz exhibición de sus millones de habitantes, de su pasado literario, de su ámbito geográfico, oímos una vez y otra la pueril discusión sobre el número de voces que caben en sus diccionarios, etcétera. Argumentos adobados con no poco lirismo y con efectista suficiencia y, sobre todo, con no disimulado desprecio de las unas hacia las otras. Que si Lope es mejor o peor que Shakespeare, que si Racine o Descartes, que si los místicos es pañoles están mandados retirar, que si Cervantes era o dejaba de ser... Alejandrinas discusiones que no pasan de circunstanciales ejercicios de retórica verbal, orillada de concienzuda ignorancia. Todos esos valores existen y no, deben suponer jamás un menos precio para los de una lengua ajena, sino que se debe ensalzar la particular aportación al acervo general y, en especial, la circunstancia histórica en que se han producido. Ni el teatro es pañol es inferior a ningún otro, ni los místicos son desdeñables por que sí, ni el teatro francés ha sido tan tedioso y engolado como muchos quieren. Han sido así, y qué le vamos a hacer. Y, siendo así, han satisfecho las apetencias de una sociedad que se reconocía en ellos y veía así compartidas y disculpadas sus ilusiones y aliviados sus desencantos.
Y ahora, esas actitudes, ¿pueden satisfacer la problemática que se nos viene encima? La contestación es algo difícil y no pasaría, de hacerla tajante y repentina, de ser palabrería. Entristece un poco ver que, en el ámbito hispánico, todo se reduce a hacer oral proclamación de calidad, reconocimiento más o menos gritón de algo que ya hace mucho que fue reconocido, vistiéndolo hoy, arropándolo de momentáneas razones políticas. Se lucha por que el español pase a ser lengua oficial en congresos y reuniones internacionales del más alto rango; sí, está muy bien, pero, ¿para decir qué? Tal deseo, ¿tiene que ver con las capacidades de comunicación de nuestra lengua? ¿Estamos seguros? ¿No será más bien el deseo de no perder del todo situaciones anteriores que fueron conquistadas por el acendrado prestigio de una presencia política directora, por el indiscutido peso de un trabajo y una creación artística que no son los que ahora dominan? Y si es así, toda esta lucha por seguir sonando en las nuevas estructuras, ¿no será un canto de nostalgias bastante aguadas? Mirémoslo con ciudado, que quizá nos pongamos de acuerdo. Todo lo más es una simple cuestión práctica, que tiene su meta en sí misma, y quizá se justifica por una sencilla comodidad. En el mejor de los casos, no representa más que una mínima vertiente del problema: la lucha por el poder, el mando, la dirección en estas nuevas sociedades en proceso de amplísima fusión.
No, no se trata de un recreo emocionalmente encarado. A pesar de nuestra riquísima tradición (ignorada, con frecuencia redondamente, por los que claman por la presencia del español en el concierto internacional de hoy), nuestra lengua, en el tipo de sociedad hacia la que vamos o, mejor dicho, en la que ya estamos, no crea (bueno, no nos enfademos: apenas crea). Nuestra lengua es, entre las románicas, la de mayor herencia humanista y literaria. Pero, en lo que se refiere a la lengua científica, nuestra tradición es mínima. Hoy, la aportación científica en español no puede ser divulgada en español, sino que necesita, inmediatamente, de un rodrigón en inglés. El investigador se encuentra constantemente sometido a la cuesta arriba de una comunicación que no puede hacer desde su lengua materna, necesita de unas muletas porque se ha quedado atrás. Esto provoca la natural introducción de anglicismos. Con las cosas advenedizas llegan las voces de la colectividad que les ha dado vida, que las pone en marcha, las propaga y mitifica. Así, nos van entrando tantas y tantas voces que no figuran en nuestros diccionarios, que colman el léxico críptico de los especialistas (biólogos, físicos, ingenieros, economistas). Ante el aluvión de estas voces, claman y claman los puristas, los amantes de una tradición añeja. En nuestro dominio lingüístico las academias nacionales han comenzado, después de tomar conciencia del peligro de invasión, una especie de defensa dirigida, a base de comisiones de vocabulario técnico, que, en algunas academias (Madrid, Bogotá, Buenos Aires) funcionan con empeño y de acuerdo con las tareas análogas de las instituciones meramente técnicas, ya no literarias. Estas comisiones proponen el término español capaz de sustituir al inglés o su castellanizacíón más correcta (sancionada finalmente por la Academia Española), pero la mayor parte de las veces llegan tarde. La Real Academia Española parte del principio, secular en su estructura, de consagrar lo que el uso pone a sus puertas ya maduro. Y ahora el problema ha de encararse de otra forma: todo va mucho más de prisa de lo que ha ido hasta hoy, y la novedad, unida a la movilidad de la moda y de lo llamativo, lanza sobre el mapa idiomático el neologismo, a veces hiriente, con una gran facilidad. Se trata de un problema que no es meramente lingüístico (lo que sí sería soluble por unas academias en vilo o alerta), sino de algo más profundo, que debe considerarse manifestación de la sorda pelea por la supremacía política o económica, fenómeno que va paralelo a la cultura de las masas y a un estilo de vida bien visible ya en toda la redondez de la tierra.
De ahí la penosa impresión del purista al verse derrotado, es decir, alsentirse inferior en algo tan inalienable y querido como su propio hablar. Pena y lamentos que se recrudecen alarmadísimos ante la inconsciencia general de los no educados en su lengua, que aceptan Alegremente lo que les llega, convencidos, de añadidura, de que se ennoblecen al emplear frívolamente lo extranjero. De otra manera: el purista llora por una cultura que ya no está vigente y el irresponsable adaptador mecánico (y por qué no decirlo: cursi, desteñidamente cursi) se engalana de cultura ajena para disfrazar su falta de educación profunda. A unos y a otros habría, sin más, que encarrilarlos por un amoroso y constante que hacer en pro de un idioma henchido de futuro.Es verdad que la lengua española está no amenazada, pero sí acosada. ¿Cómo luchar contra esta penetración, contra esta forma subrepticia de colonialismo?
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