La nacionalidad madrileña
Una de las sorpresas que la ironía de la vida me ha deparado, y como a mí me supongo que a otros muchos, es la de encontrarme repentinamente privado de nacionalidad. De manera más o menos precisa, todos los nacidos en la realidad geográfica y política conocida como España dábamos por supuesto que nuestra nacionalidad era la española y que nuestra naturaleza correspondía a nuestro respectivo lugar natal. El vocablo nación, predilecto de la tradición liberal decimonónica, cubría más o menos el campo semántico del término patria, que, por su mayor solemnidad, era el preferido por la derecha tradicional. Pero eso era antes. Actualmente nos han venido a sacar de nuestro error y nos enteramos de que el Estado español consta de nacionalidades, regiones y pueblos que corresponden a realidades bien precisas en ciertos casos, y en otros, a entidades difusas que exigen, a la hora de establecer las bases de una reestructuración política, una clara definición. Porque es evidente que en la enumeración anterior la prelación jerárquica corresponde al primer término de la serie y que, al establecerla así, se coloca en segunda o tercera división a los regionales y pueblerinos, que, corno formas específicas de lo genérico, forzosamemte habrían de quedar subordinados a su respectiva nacionalidad.
Luis Gil es catedrático de Filosofía griega en la Universidad Complutense de Madrid
Es autor de varios libros, entre los que destaca el titulado «Censura en el mundo antiguo», publicado por Revista de Occidente.
Un examen somero del origen de las nacionalidades (ahora se dice con mayor corrección lingüística: naciones) que hacen valer sus derechos actualmente nos muestra que la lista no está completa ni mucho menos. Diríamos más bien que acaba de empezar. El sentimiento de identidad nacional, basado en la conciencia de alteridad, se aviva con las reivindicaciones que una comunidad tiene pendientes cuando ve menguados sus derechos a manifestarse y desarrollarse en libertad en un período histórico de opresión. Origínase así lo que podríamos llamar un nacionalismo por simultánea reafirmación del hecho diferencial por parte de todos o la mayoría de los miembros de una colectividad. Pero no es menos cierto que la conciencia de alteridad surge a veces por rechazo, por imposibilidad de integrarse, por las discriminaciones o segregaciones de que son objeto unas colectividades por otras.
Otras nacionalidades
Veamos ahora lo que está aconteciendo en el país. Gallegos, vascos, valencianos, baleares y catalanes se afirman como nacionalidades por razones fundamentalmente lingüísticas dentro del Estado español. Si de una mera cuestión de lengua se tratara, el resto de los españoles formaría por exclusión otra nacionalidad: la de los castellanohablantes. Pero, lejos de ocurrir así, canarios, andaluces, extremeños y aragoneses, en razón de peculiaridades innegables, se sienten formar parte de comunidades específicas, con problemática bien definida, y no parecen resignados a que se, les relegue a variante folklórica, regional o pueblerina, de una más amplia nacionalidad. Un caso sui generis de concienciación nacionalista, dentro del ámbito castellano-parlante, lo depara la actual asociación castellano-leonesa, que, si bien da generosamente cabida en su seno a asturianos y cántabros, se desentiende de toda la llamada Castilla la Nueva, como si el Guadarrama fuera todavía hoy frontera divisoria entre morería y cristiandad. Un buen ejemplo discriminatorio que origina, a su vez, un nuevo nacionalismo por rechazo. Las actuales provincias de la meseta sur, desasistidas de sus hermanas del norte, propenden a formar un bloque unitario que deje oír su voz en el actual desconcierto. De esta manera se van dibujando agrupaciones nuevas que configuran el futuro polígono de fuerzas constitutivas del país. Lo malo de todo ello es quedar marginado de estos núcleos de decisión, sin poderse enganchara uno cualquiera de los carros nacionales que empiezan a rodar por nuestra piel de toro. Lo que es el caso del antiguo reino de Murcia, incrustado entre la meseta sur, la Andalucía Oriental y el levante de habla valenciana; y también el de la actual provincia de Madrid.
De ahí la urgencia que tienen murcianos y madrileños de nacionalizarse cuanto antes, entendiendo por tal el recabar urgentemente su propia nacionalidad, para no descender, como decíamos, a segunda o tercera división. En cuanto al caso de Madrid -dejemos discutir el de Murcia a los propios interesados-, hay signos de que la búsqueda de la propia identidad ha comenzado: el movimiento ciudadano de los barrios, la mayor atención a los poblados del cinturón urbano, el interés creciente por los problemas del medio ambiente y conservación de la naturaleza, etcétera. Hoy existe en las mentes de todos la noción de que todo el tracto peninsular limitado al norte por la sierra de Guadarrama, al sur por el Tajo, al oeste por el Alberche y el este por el Jarama y el Tajuña, forma una unidad económica, humana y ecológica que se distingue netamente del resto de la meseta sur por sus características geográficas, su alto grado de industrialización, sus formas de vida y densidad de población. El sentimiento de alteridad que los más de cuatro millones de habitantes del sector puedan tener frente a los vecinos de otras zonas no nace tanto del reconocimiento de su medio geográfico y de sus peculiaridades propias, como del rechazo de la periferia inmediata y remota. Ni los castellanos viejos consideran a Madrid parte de Castilla, ni los manchegos tampoco lo consideran una ciudad manchega. En cuanto al resto de los peninsulares e isleños, ¡qué decir!
Con el mejor talante
Esta doble imagen, propia y ajena, del hecho diferencial contiene el germen de un sentimiento nacionalista que se desarrollará plenamente con la crítica a fondo del mito de la capitalidad y el examen atento a la relación existente entre la contribución económica de Madrid al Estado y las prestaciones estatales a Madrid. Desde que en Madrid se asentó la corte, han llovido sobre ella las críticas más acerbas, que los madrileños toleraron siempre con el mejor talante. Pero hay una cuya injusticia clama al cielo: la que pretender presentar a esta ciudad como una sanguijuela que chupa hoy la sangre del país y absorbió ayer la de su imperio. Un simple paseo por la ciudad demuestra la falsedad de esta presunción. En Madrid vivieron los monarcas más poderosos de la tierra y ¿qué hicieron por la ciudad donde residían y en muchos casos nacieron? ¿Hay algo en ella comparable a la plaza del Kremlín, a los campos Elíseos, a la plaza de San Pedro, a las fuentes de Roma, a las bellezas de cualquiera de nuestras ciudades monumentales? Retirados en sus alcázares y jardines nuestros gobernantes dejaron, con alguna honrosa excepción, como Carlos III, que el pueblo madrileño se revolcara literalmente en la inmundicia (omnia polluta, omnia demerdata decía un alicantino del Madrid dieciochesco). De los beneficios que reportó la capitalidad (y sigue reportando) a Madrid habría mucho que hablar.
En los últimos quince años Madrid -siguiendo una trayectoria iniciada con anterioridad a 1936- se ha convertido en la primera (o segunda) capital industrial de España, con harto sentimiento de quienes aquí nacimos, que vamos contemplando cómo se ha hecho de una de las ciudades más gratas de Europa, quizá la más horrenda del mundo. Se acusa al régimen franquista de haber fomentado este desarrollo industrial en detrimento de la periferia, cuando la realidad es que fue el capitalismo periférico el que puso sus industrias de transformación en Madrid por la comodidad de distribución de los productos desde el centro peninsular. El caso es que Madrid, con sus tres millones y medio de habitantes, es actualmente uno de los centros creadores de riqueza más importantes de España y una de las fuentes más saneadas de ingresos del Estado español. Por el contrario, pese a cuanto digan maliciosamente los detractores del centralismo, las prestaciones del Estado español a los madrileños son muy inferiores a. las concedidas a cualquier provincia. Algunos ejemplos: en 1964 Salamanca, con menos de 100.000 habitantes, contaba con dos institutos de enseñanza media. Y éstos eran insuficientes para atender a lás necesidades de la población. En 1976, para estar atendido en la misma proporción que Salamanca hace doce años, Madrid debiera tener setenta y, ¿cuántos tiene? Si cualquier municipio de 5.000 habitantes dispone de una biblioteca, ¿cuántas bibliotecas debería haber en el Gran San Blas? Y de seguir preguntando por escuelas, hospitales y demás servicios, las cifras serían aterradoras.
A lo dicho se podría aducir que otras grandes ciudades se enfrentan con problemas parecidos a los de Madrid, pero se podría oponer que para un futuro todas ellas pueden aspirar a ser cap i casal de sus respectivas nacionalidades y a subvenir sus necesidades con los respectivos convenios económicos de aquéllas. Pero Madrid, con un número de habitantes que dobla el de la nacionalidad castellano-leonesa e Igual o supera el de Euzkadi, ¿de qué nacionalidad iba a ser cap i casal? ¿Acaso las diversas nacionalidades del Estado se avendrían a ceder parte de sus rentas para concederle una subvención por capitalidad estatal? A lo que se me alcanza, la única manera de resolver los angustiosos problemas que afectan a esta concentración de cuatro millones de seres humanos, es que esa gran parte de la riqueza por ellos creada, y que hoy se va no se sabe adónde, aquí se quede para atender sus urgentes necesidades. Y si para obtener un concierto económico con el Estado no basta con ser provincia o región, pues se requiere carta de nacionalidad, empecemos a concienciarnos los madrileños desde ahora mismo de que constituirnos una nación, máxime cuando las nacionalidades inmediatas nos rechazan, y clamemos ya por nuestros derechos, aun a trueque de idear pareados o de elevar la voz de nuestras reivindicaciones, si se precisa para ser atendidos, en cualquiera de las lenguas vernáculas.
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