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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Otoño romántico en París

Las salas de L'Orangerie hospedan este otoño una exposición monstruo de pintores románticos alemanes a la manera de las que la Reunión des Musées Nationaux suele organizar. Esta vez, la muestra se nos presenta como motivada por la imperiosa necesidad moral de llenar un hueco. Ensimismados en la deslumbrante producción de un romanticismo nacional, los franceses han ignorado reiteradamente las producciones de sus colegas germanos y, en las contadas excepciones que confirman la regla (de Mercey en 1855, por ejemplo), quedan citados únicamente nombres vinculados a la Hermandad de Nazarenos que en ese momento se habían asentado ya en las diversas academias (Cornelius en Berlín, Schnorr en Dresde ....). Artistas como Runge, Friedrich, Carus, Blechen o Kock, a pesar del «redescubrimiento» que supuso la exposición de Berlín de 1906, deberán permanecer ignorados prácticamente hasta 1927, año en que reciben el visto bueno de Focillón.Tal estado de cosas resulta inadmisible en la década de los setenta, cuando el romanticismo está de moda ya en toda Europa, y la Administración se decide, por fin, a escuchar la voz de Marcel Brion, que clamaba en el desierto. Así se organiza esta exposición que pretende dar una visión «total» de la pintura alemana de dicha época. Como era de esperar, los franceses, con el esmero que suelen desarrollar en estos casos y que en nosotros brilla por su ausencia las más de las veces, han reunido el who is who de la Alemania romántica. Las pequeñas omisiones (Hensen o Preller por ejemplo), no descalifican lo monumental de las inclusiones. El amateur de este período encontrará aquí, prácticamente, todo aquello que habría deseado ver, ahorrándose así un laberíntico peregrinaje a través de media Europa. Pero en esto, que constituye su mejor virtud, se encierra, también, su mayor defecto: la exposición carece de sorpresas. Se nos ofrece, por lo general, lo más característico de cada autor del modo en que ella se concibe en los manuales al uso. Tal voluntad de didactismo queda claramente expresada en la propia estructura de la exposición.

Elementos precursores

El esquema parte de la aparición de elementos precursores en un clasicista como Carstens para, en un proceso lineal que recorre las distintas tendencias del romanticismo germano, ir desentrañando, al filo de los avatares sociopolíticos, la progresiva inclinación de los artistas más jóvenes por soluciones que conducirán, finalmente, al realismo de un Menzel que catalizaría el desencanto del sueño romántico. Mas olvidan de qué forma el propio realismo fue también fuente de desencanto, impulsando la aventura simbolista que supuso una auténtica solución de continuidad a muchos problemas que el romanticismo había planteado. Quedan fuera de juego, de este modo, pintores como Feuerbach o el suizo, de formación alemana, Böcklin (prácticamente contemporáneos de Menzel), que estimaron la aventura romántica por encima de la reacción realista.En cierto modo, esta exposición cae en la misma trampa que el Etudes sur les Beaux-Arts, de F. de Mercey. Las cotizaciones dentro del romanticismo alemán cambian con las modas y hoy, a los nazarenos, les toca perder. Los artistas de la Hermandad están, por lo general, mal representados tanto por el escaso número de obras, como por la elección de éstas, que no siempre muestra los aspectos de su trabajo que hoy podrían resultarnos de mayor interés. Las verdaderas estrellas de esta muestra son Runge, Blechen, Menzel, Carus, en menor medida, e indiscutiblemente Friedrich. Este último, que suma aquí casi tantas obras como todos los nazarenos reunidos, ve así ratificados sus éxitos recientes de Londres y Dresde, en la ciudad que ignoró, en vida del artista, la opinión apasionada de David d'Angers que había visto en él al «hombre que ha descubierto la tragedia del paisaje». Hoy sabemos ya hasta qué punto esta afirmación no encierra grandes despropósitos. Saliendo al paso de aquellos que marcharon a Roma por buscar en las fuentes de los antiguos maestros la vía que salvara el arte nuevo de toda aquella corrupción con que el tiempo había gravado a la pintura, Runge había soñado una revolución más profunda que rompiera con toda tradición para alcanzar un estadio «más antiguo que la misma antigüedad»; que descubriera, en definitiva, una verdad trascendente más allá de las verdades de la convención.

El sentir romántico

La austeridad nazarena buscaba en la pureza de la línea del pasado la reinstauración del imperio de la forma para expresar, por medio de la figura humana como medida de todas las cosas, la unión de lo finito e infinito, aspiración última del sentir romántico. Con un espíritu aún muy clasicista, encuentran en el hombre-microcosmos, espejo fiel y minucioso de una creación carente de límites en su apariencia, una síntesis conciliatoria que, materializada en una pintura de amplias resonancias épicas, servirá de base al papel de sujeto arrollador de la Historia que se le reserva en la génesis del nuevo estado. Tamaña concepción, que da debida cuenta del porqué de su gloriosa ascensión a la Academia, no agota empero la totalidad del universo nazareno, pues no dejan de bullir en él muchos de los fantasmas que atormentaban el alma romántica con el espectro de la duda y la desesperanza.Más fecunda en este sentido habría de resultar la vía que la intuición de Runge creía vislumbrar en un nuevo lenguaje del color v la luz que pudiera evidenciar, en último término, su propia relación analógica con las fuerzas naturales. Si su temprana muerte, no le permitió desentrañar en qué forma el orden de un lenguaje tal iba a revelar el orden del mundo, su esfuerzo no resultaría estéril, en buena medida, gracias a la tarea de su amigo Gaspar David Friedrich. Este, volcado desde su juventud en la creación paisajística, vio en las concepciones rungeanas, que vaciaban la pintura de todo protagonismo de la figura humana, la posibilidad de hacer de lo que hasta entonces había sido un género amable, pero menor, un arma cargada de significaciones expresivas, capaces de dar solución por sí mismas a los problemas que el romanticismo se planteaba.

Componente trágico

Con una metodología que en él fue intuitiva y que encontró formulación teórica en las Nueve cartas sobre la pintura de paisaje, de Carus, Friedrich logró manifestar plásticamente el componente trágico que subyacía en el problema de relación entre lo finito e infinito, por medio de un sistema de continuas oposiciones simbólicas (luz-sombra, tierra con ruinas-espacio ilimitado), donde quedaba fijado su carácter irreconciliable.Una concepción panteísta de la divinidad que identifica la infinitud con el espectáculo de la naturaleza como espectador, vuelto de espaldas, ensimismado en la contemplación del paisaje, símbolo de la visión mística por medio de la cual el orden del mundo se manifiesta al sujeto. Pero la experiencia, lejos de reducirse al fenómeno de lo beatífico, se acerca a la tragedia al traducir el eterno combate planteado entre «una exigencia que pone el corazón y un desgarro que os causa la naturaleza» (von Kleist: Impresiones ante una marina de Friedrich). Tal desgarro no es fruto sino de la presencia irrevocable de la muerte, como el mismo Friedrich supo expresarlo en toda su pintura y en un verso que es clave de su frecuente inclinación al humor y la melancolía: «porque para vivir eternamente es necesario, a menudo, abandonarse a la muerte».

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