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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Orlando Pelayo

Prescindiendo a propósito de la socorrida muletilla Escuela de París, y sin entrar en pormenores que requerirían por sí solos todo un artículo, me limitaré a afirmar que los pintores de que voy a tratar son, simplemente, pintores españoles.

Vivir en Paris es actualmente, en efecto, tan puro accidente geográfico como pueda serlo el de morar en Tenerife o Torrelodones, pongo por caso. El que determina da coyuntura histórica haya in puesto durante algunos años el uso dicotómico de los de aquí y los de allí, no es razón suficiente para que hoy sigamos con tan aberrantes discriminaciones. Quede claro, pues, que contra lo que pueda creerse, nadie está intentando meter a intrusos en círculos y camarillas ya bien establecidos. Hay, todo lo más, un sincero intento de integrar al país, total y definitivamente, a ciertos valores nacionales reconocidos. Hablar, sin que sea no vedad para ninguno de ellos, de su obra, no aspira a otra cosa, en el presente caso, que a contrarrestar los olvidos que la lejanía favorece a veces.

En la obra de Pelayo, —ese autor manchego de largo y desazonado exilio— hay tres componentes que, en íntima interpenetración caracterizan su forma y significado, además de permitir la afirmación de su singular personalidad: la técnica, el cromatismo y la iconografía.

Técnica

Respecto al primero de dichos aspectos, nos encontramos ante uno de los casos cimeros de perfecto dominio de las bases técnico-materiales sin las que, digase lo que se quiera, no hay (salvo casos en que es suplantada por un derroche pasional fuera de lo común) obra maestra que valga. Y ello es tanto más sorprendente cuanto que Pelayo es prácticamente un autodidacta. Pero que ha sabido ver con agudeza, entrar a fuerza de detenida observación, en el meollo de los mejores clásicos, someter una rara predisposición innata a la ingrata disciplina de un trabajo perseverante. Con lo que ha conseguido, poco a poco, ir asumiendo como algo propio y espontáneo ese virtuosismo fundamental nunca dado de buenas a primeras, que se convierte, en los espíritus creadores, en ámbito de posibilidades de tas más ricas aventuras plásticas. Reino de la libertad a partir del que todo es posible, nueva virginidad y omnipotencia materializadora. Embebido del profundo conocimiento de los diferentes medios y materiales empleados, Orlando Pelayo puede entregarse a un trabajo de sorprendente frescura intuitiva, pasando con extraordinaria rapidez de la concepción al acto, dejando brotar, sin cortapisas de formalismos inasumidos los raudales de la inspiración.

Estas características en el quehacer de Pelayo se ponen particularmente de manifiesto en el dominio del grabado, género en el que hoy pocos le igualan. Cuantos le han visto trabajar se admiran de la facilidad con que maneja planchas y útiles de incisión. Sea en las aguatintas, con la punta seca o el buril, la seguridad de las líneas, la gradación de valores o el punto justo de ataque de los ácidos se concretan con fácil, aunque sabiamente calculada, improvisación. Hay que ser ducho en las diversas técnicas para poder apreciar en su debido valor el mérito vía fineza de las estampas de nuestro astur-manchego.

El otro campo en que se manifiesta esa enraizada posesión que del oficio luce Pelayo, es el del cromatismo. De siempre, en su época de evocadoras abstracciones paisajísticas o en la neo-figurativa de los últimos lustros, sus telas han sido soporte de o jadas y difíciles armonías, de broncos contrastes, de ramalazos de luz y sombra. Yo diría que el color es, en Pelayo, una segunda naturaleza, hasta tal punto me parece capaz de hacerlo vibrar con los más imprevisibles acentos. La gama de los verdes, de los tonos carminosos, los ocres y amarillos, amén de la amplia variedad de grises sutilmente matizadas, constituyen un poderoso alfabeto expresivo convertido, en realidad, en portador único de toda la estructura plástica del lienzo. Quiero decir con ello que el color o, más bien, la pasta, es, en Orlando Pelayo, a la vez dibujo, volumen y tono. Son los vaivenes del color, su a primera vista abigarrado expresionismo, su barroco entrelazamiento y. por ende, la tenaz lucha que sostienen unas tintas con otras para emerger a la superficie los quedan cuerpo a las formas representativas. La atmósfera es color, las figuras son color, el drama se expresa totalmente por el color. Y poco importa el uso de acrílicos, de los que Pelayo se sirve desde hace varios años, pues también, a éstos logra sacarles saturaciones, fluideces, luminosidades o sordas tonalidades para los que muchos los creen inadecuados.

Iconografía

No creo que esté demás, llegados a este punto, insistir, en el orden interno, en el extremado rigor que preside toda composición de Pelayo, aunque sin mengua, no obstante, del instintivo gestualismo con que suele trabajar. Cuestión aún de raras dotes para saber determinar en cortísimo lapso de tiempo el acierto de un efecto. Rigor sí, pero nunca premeditación, así podría resumirse el peculiar es tilo de nuestro artista. La inspiración debe ser dejada, para Pelayo, a su libre curso. Necesita que los fantasmas del hombre afloren con toda su pujanza y misterio, sin obnubiladoras intervenciones de la razón razonante, con toda la ambigüedad de oscuros onirismos. Por eso, quizás no sea demasiado justo el término de neo-figuración a que me he referido más arriba. En efecto, lo que vemos en las telas de Pelayo no son tanto figuras como vestigios, apariciones, masas imprecisas que nos sugieren otras formas más familiares. ¿Serán sólo sombras? ¿Hay realmente allí un ser enigmático y amenazador? ¿Por qué esos contornos y rasgos me hacen pensar en fabulosas bichas y esfinges? ¿Se trata de redivivos duendes de nuestra médula histórica, de errantes hidalgos y meninas, o son simples proyecciones de nuestros terrores ancestrales desencadenados por el silencioso juego de mortecinos focos barriendo los perfiles de un escenario todavía a oscuras? Y es que Pelayo actúa, con sus colores, en escenógrafo consumado. La obra representada es el Gran Teatro Español. Es el justo momento en que se alza el telón. Juego de luces. Los gestos están aún suspendidos, apuntando sólo los paroxismos en que puedan para mas tarde. Has acompañamiento musical, grave cuando la iluminación, se dramatiza, con ligeros aires de minué cuando triunfan los rosas claros y los frescos verdes. Puede ya comenzar la función el rimado desfile de mil inolvidables presagios.

Vamos recordando entonces las palabras de dos frases en que Pelayo ha resumido el sentido de su obra:

«La ilustración de un texto no debe ser un pleonasmo plástico, el ilustrador no debe coartar a quien lea el texto su posibilidad de imaginar. »

«Mi pintura es algo así como un relato paralelo, una crónica verídica, aunque totalmente inventada. Una historia apócrifa de mi tiempo».

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