El democatalicismo hispánico
Profesor en la Universidad ComillasLa democracia se presenta como un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, dentro de un juego pluralista de los partidos políticos que representan y sirven al pueblo. La democracia no debe nunca convertirse en una soberanía del partido y de la maquinaria del partido sobre el pueblo. El partido, como representante de una porción viva del país, -en mayoría o en minoría- ha de cambiar y de caminar al ritmo evolutivo del mismo país, sin nostalgias del pasado y sin inmovilismos del presente, sin los peligrosos envejecimientos anquilosantes de unos cuadros directivos que no quieren leer los signos de los tiempos y no saben captar los cambios del pueblo y de su talante político. La democracia es también una forma de gobierno que actúa mediante la deliberación y el compromiso, mediante el diálogo y la persuasión para la búsqueda del interés general. Los compromisos oportunistas y meramente tácticos por presiones partidistas y logrados a espaldas del bien común rebajan el valor democrático de un partido. Y la incapacidad de los compromisos unificadores, la falta de previsión política, la indecisión operativa y un inmovilismo a ultranza, determinado por razones extrapolíticas, pueden indicar un desfase con el momento histórico, el envejecimiento de un partido y una pérdida de eficacia frente a la gestión pública.
Las democracias cristianas y la ineficacia política
Si hubiésemos de creer a recientes informaciones periodísticas, los partidos europeos de la democracia cristiana estarían abocados al dique paralizante de la ineficacia política, al desguace por envejecimiento y por internas divisiones disgregadoras, y a la incapacidad para los pactos políticos dinámicos y constructivos y no meramente tácticos y de conveniencias coyunturales. José Luis Gotor en crónica desde Roma para EL PAIS (28 noviembre), nos refería la enésima escaramuza divisionista de la Democracia Cristiana de Italia. «La Democracia Cristiana -nos dice-, a estas alturas, no puede presentarse como un bloque de orden, ni introducir guerras de religión, tensiones ideológicas o maniqueísmos pasados de moda» ni debe seguir expidiendo carnets para afiliados inexistentes. El confesionalismo del partido ha comenzado a convertirse en una rémora política. Como posible salida válida a la ineficacia operativa y a la evolución en retroceso de la Democracia Cristiana, se trata ahora de formar un cartel de partidos de la burguesía y de las clases medias" y, "ante una Democracia Cristiana insegura y sin iniciativa, se dan cita conservadores liberal-demócratas, intelectuales antimarxistas, católicos de derechas, pequeños y medianos industriales afectados por el plan de austeridad, republicanos, liberales y socialdemocráticos, moderados sin ideas y negociantes fascistas en crisis".
La salida podría en teoría ser eficaz y mayoritaria; pero en la práctica, ¿será capaz la Democracia Cristiana italiana de aglutinar componentes tan diversos en una estructura política unitaria frente al bien común, cuando no ha logrado trazar una línea de colaboración eficaz y unitaria entre los miembros de su propio partido, escindidos por divismos personalistas, por ideologías trasnochadas y por estrategias políticas diversas? Sin verdadera unidad a nivel de cuadros directivos, ¿podrá la Democracia Cristiana de Italia lograr la unificación de votos de unos seguidores desilusionados, dinamizándolos hacia nuevos horizon tes más abiertos, hacia la actuación política entusiasta y hacia la cohesión orgánica del partido y una eficacia gestora en el Gobierno? La respuesta afirmativa o negativa los mismos hechos se encargarán de dárnosla bien pronto.
Gustavo G. Ziemsen nos narraba también en EL PAIS, en crónica desde Bonn, la división surgida dentro de la Democracia Cristiana alemana y las amenazas del disidente bávaro Strauss contra la CDU: «Si dijera todo lo que sé, la Unión Demócrata Cristiana podría hacer las maletas». Y en seguida Strauss hace un juicio de valor extensivo a otros democristianos: «Las fuerzas cristiano-demócratas han fracasado en Europa en todos los sentidos. Han fracasado en Italia, en Francía, en Holanda, en Bélgica, y también en Alemania, aunque menos. En Italia la crisis llegará pronto». El severo juicio de Strauss sobre la democracia cristiana europea es alarmante en sus acusacione; de ineficacia en la gestión pública y de falta de decisión unitaria
Democatolicismos españoles
El democatolicismo en España podría también presentar en breve parecidos síntomas de disgregación, de falta de flexibilidad operativa y de actualidad política, de divismos erosionadores de una unidad más amplia y de incapacidad para la respuesta rápida e imaginativa en la gestión pública, al modo de sus congéne res europeos. Esto podría ser grave. Si los democristianos se presentan divididos ante las urnas democráticas, pueden correr un riesgo innecesario. Psicológicamente, al hombre de la calle y al futuro votante le gusta apoyar a un grupo unificado de una posible mayoría ganadora; en cambio, le retrae el partido mínoritario o el grupúsculo dividido que dispersa los votos de parecidas tendencias públicas. A nadie le gusta apostar por los perdedores y minoritarios. Y si los grupos políticos democristianos no logran unirse ante las urnas, las posibles alianzas posteriores a los resultados de las urnas no pasarán previsiblemente de com-promisos tácticos, retardatarios y superficiales. Es verdad que surgen voces aisladas y repetidas pidiendo alianzas y compromisos democristianos unificadores, pero, tal vez, no pasen de ser voces que claman en el desierto de los egoísmos partidistas y cerrados sobre sí mismos. Ultimamente se ha escrito bastante en España condenando un nacionalcatolicismo que intentaba servirse de la Iglesia para ganar su apoyo, su aprobación y su alabanza a cambio de contra prestaciones medidas y regulables por parte de los poderes públicos confesionales. El voto superficial y casi instintivo del católico desorientado ante un amplio abanico electoral puede ser captado fácilmente por el extrínseco título de «Cristiano» en la cabecera de un partido político. Utilizar una denominación confesional como cebo para electores cristianos puede llevar a servirse de la Iglesia y de su nombre a beneficio de un partido. Una conducta así llevaría a un democatolicismo. reprobable en la misma medida y por las mismas razones que un nacionalcatolicismo. Una mayor independencia entre la Iglesia y los partidos políticos concretos sería muy deseable en esta hora de España. No basta para definir un partido político afirmar lo que no se es ("ni marxista ni franquista"); ni bastan denominaciones extrínsecas a su quehacer público ("partido cristiano"), que buen cristiano es el anacoreta que vive en las nubes de la contemplación sin ser para nada político bueno ni malo; y cristiano se llama también el hábil político que esquiva las reformas sociales preconizadas por los últimos pontífices y vive anclado en Trento, olvidado del Vaticano II; cristianos son, en fin, muchos que en política militan en una derecha moderada, en un liberalismo civilizado y en un socialismo no ateo de corte europeísta, y no necesitan para nada de un democatolicismo.
La Iglesia española y los partidos políticos
Algunos años de nacionalcatolicismo y algunas horas de autoexamen y de heterocrítica han ido enseñando a la Iglesia española un camino de neutralidad entre las diversas opciones políticas que buscan el bien común del país por medios democráticos, justos y respetuosos de los derechos del individuo, de las asociaciones y los grupos de toda indole. El cardenal Vicente Enrique Tarancón declaraba recientemente en el discurso de apertur* de la XXV Asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal española: «Nosotros hemos dicho en más de una ocasión que la Iglesia, que tiene una misión propia que cumplir con todos, no puede vincularse a ningún partido político. Y que el cristianismo, dentro del cual caben opciones políticas distintas, siempre que no se opongan al Evangelio y a la doctrina del magisterio auténtico, ha de estar por encima de toda lucha política que, definitivamente, es una lucha por el poder».
Si el Estado confesional va pasando a la historia por su tendencia a hipotecar la libertad de la Iglesia a las preferencias y dogmatismos de los gobernantes, también en su tanto el partido confesional tendrá que ir abandonando sus "sacristaneos" políticos para dedicarse a una política de bien común y de todos por encima de sus creencias particulares. En su conferencia en el Club Siglo XXI, el padre Martín Patiño afirmaba recientemente: «Modestamente opino que los partidos confesionales son reductos del poder político de una Iglesia preconciliar. La experiencia europea creo que apoya mi tesis. Ahora se acude al señuelo de partidos de inspiración cristiana, comi si con esto consiguieran ya desconfiscar el Evangelio». «Del Evangelio no se puede deducir directamente un sistema políti co». Frases como estas fueron re cogidas con serenidad objetiva en EL PAIS. Sin embargo, algunos órganos de difusión más cercanos al democatolicismo y a la lglesia silenciaron tales frases. Cuando justamente se exige de Televisión Española imparcialidad en la información política, apertura y de los diversos partidos a la propaganda preelectoral desde los medios de comunicación social y una objetividad sin manipulaciones con una neutralidad al comunicar sin falsificación el ajeno pensamiento ¿no cabría también en su tanto el pedir esa neutral y ética objetividad al trasmitir la información a otros grupos difusores de la noticia ajena, aunque después puedan libremente discrepar de esa ajena opinión sin necesidad de silenciarla dictatorialmente? Opino que la capacidad de admitir las informaciones más dispares desde un sano pluralismo ha sido una de las razones del éxito fulminante de EL PAIS entre el público lector; mientras que el descrédito y la decadencia iniciada por otras empresas periodísticas bien pudiera arrancar de una política exluyente y cerrada en lo informativo, que tiende a silenciar las discrepancias, a cerrar la puerta a la opinión razonada pero diferente, a matizar la noticia hasta desfigurarla, a barrer interesadamente hacia su casa y a presumir, mientras tanto, de ética informativa, de imparcialidad profesional y hasta de democracia aperturista. La verdad y la integridad de la información, sin silenciamientos parciales y estudiados, son necesarias para la elaboración de una opinión pública responsable y democrática, hoy más que nunca, en España
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