El primer año
A los doce meses de inaugurarse la Monarquía como forma de Gobierno parece útil intentar un sintético balance de lo que en este corto plazo la presencia de la Corona ha representado para el país. El Rey Don Juan Carlos ha sido en buena parte el protagonista de la marcha decidida hacia las instituciones democráticas que los dos Gobiernos, el de Arias y el de Suárez, emprendieron, con distintos matices, como base programática de su actuación política. Yo he llamado en alguna ocasión al Monarca «el motor del cambio», dando a entender que de su voluntad partía el dinamismo oficial de la transición. Por otra parte, ese papel asumido por el Rey resultaba inevitable en las circunstancias en que se desarrolla el tránsito político, operación arriesgada en sí misma y en la que, la autoridad del nuevo Jefe del Estado -la única efectiva del período- debe servir de apoyo indispensable para la estabilidad y el logro del entero proceso.No voy a enumerar la serie de disposiciones legales y las nuevas ordenaciones jurídicas que en estos doce meses han visto la luz. A mí parecer, lo más importante de lo ocurrido en este primer año del reinado han sido las grandes modificaciones que en la opinión pública se han ido produciendo en todos los niveles y en las distintas áreas geográficas y sociales de España. La desaparición natural del régimen anterior, por el fallecimiento de quien lo encarnaba y el advenimiento pacífico al trono del joven Rey, ha hecho posible un cambio en profundidad del talante de las gentes y del clima general político y social. La creciente libertad de critica y de opinión y la de información han abierto, en pocos meses, puertas y ventanas por las que entran ahora la luz y el aire a raudales. Ello unido a la movilización popular en demanda de aspiraciones, antaño prohibidas, y hoy perfectamente aceptadas por el consenso de la mayoría han creado ambiente, no exactamente de tensión (que también se percibe en algunos casos y sectores), sino de marea alta de la sociedad que presiona para lograr la participación, el voto, la exigencia explicativa y, en definitiva, la soberanía popular a la que el propio Gobierno ha declarado postulado básico de su filosofía institucional.
El pueblo español ha perdido el miedo. Este es uno de los grandes resultados que la Monarquía ha hecho posible en doce meses. Los españoles han perdido el temor. El temor a criticar, a manifestarse, a llevar la contraria a los desmitificados bonzos, a reclamar sus derechos, a pedir cuentas, a no creer lo que se les trata de contar manipuladamente o a medias, a utilizar la ironía para contestar a los dioses de barro, a interpretar válidamente el patriotismo, al margen de los estrechos cauces solidificados de antaño.
Ello ha dado lugar a la aparición pública, después de cuarenta anos, de diversas fuerzas políticas o tendencias de opinión. No ha sido ordenada, ni mesurada, su floración hasta la fecha, sino algo caótica en más de un aspecto y exagerada en orden al número, con más capacidad de dispersión que de unidad. Pero con todo, y sin olvidar los forcejeos, los lamentables episodios de violencia y los enfrentamientos, el tono predominante de esas formaciones, especialmente de las más importantes, es de un gran sentido de la responsabilidad y de moderación en su actitud y talante. Moderación y responsabilidad que se acentuaron a lo largo del año y que hacen pensar en que las llamadas fuerzas de la oposición democrática se hallan sinceramente dispuestas al diálogo y a la eventual negociación con el Gobierno de la Monarquía para sentar las bases de una democracia futura establecida con un mínimo consenso entre todos los grupos políticos.
Este clima de participación en la traída de la democracia a España, haciendo de ese objetivo no un programa de la derecha o del centro o de la izquierda, sino una iniciativa, en alguna medida, común a la mayoría de los grupos políticos, sería un resultado directo de la presencia de la Monarquía como institución actuante en la política española, capaz de integrar en un juego legalmente regulado a un gran número de sectores y tendencias que hace solamente un año hubiera sido inimaginable pronosticar. La Monarquía, protagonista del restablecimiento en España de un sistema democrático de instituciones públicas, se vería así legitimada por la soberanía popular reconocida oficialmente como titular del origen del poder y de la representación social.
El Rey ha consolidado su figura y personalidad en varios ambientes de nuestra opinión pública con los que ha mantenido contactos individuales y multitud¡narios. Su imagen se ha hecho popular y ha conseguido acentuar su papel de árbitro por encima de las discordias y banderías. En el área internacional, la Monarquía ha logrado despertar un considerable interés y respeto en el Occidente europeo y en el continente americano especialmente. La Europa comunitaria, hostil y reticente hacia el franquismo hasta el último día, ha cambiado visiblemente de actitud y se ha situado en el ámbito de la expectación favorable cuando no de la cooperación activa política, como en los casos de Francia y Alemania Federal. En el nuevo mundo, los mensajes y las visitas de los Reyes a Santo Domingo, Colombia y Venezuela han supuesto el comienzo de una nueva etapa en las relaciones interhispánicas, que pueden llenarse en los años sucesivos con nuevos contenidos basados en la «realpolitik». Estados Unidos, a su vez, ha recibido el acceso al trono de Juan Carlos como un acontecimiento de gran importancia, al que ha de añadirse el viaje de los Reyes a Washington y el sustancioso discurso al Congreso que significó un público compromiso del Monarca con el empeño de democratizar al país. De todo ese conjunto se deduce una consolidación del prestigio de la Corona en la esfera exterior, en el breve plazo de doce meses, como uno de los logros más positivos del reinado de Don Juan Carlos.
Protagonista, árbitro y símbolo: tal ha sido el múltiple papel del Monarca en el importante y dificil primer año de su reinado. Los auspicios para los tiempos venideros son favorables en tanto que la institución y sus gobiernos logren resolver dos temas esenciales y diversos, pero que afectan profundamente a nuestra vida comunitaria y que se relacionan entre sí: el establecimiento de una constitución democrática dentro de cuyo ámbito quepa holgadamente la España del último cuarto de siglo con sus aspiraciones políticas y sociales, sus corrientes juveniles y renovadoras, y el planteamiento de una gran política económica y social, en la que cooperen todas las tendencias políticas para hacer frente a la crítica situación presente, emprendiendo rápidamente una acción encaminada a reducir la inflación, absorber el paro laboral, detener la espiral de los precios y devolver la confianza a los sectores de la producción que hoy se debaten entre el escepticismo y el desánimo total. La interconexión de ambos problemas es evidente y si bien es verdad que la incertidumbre política coarta la fe y las iniciativas de los inversores, también es notoria la dificultad y los riesgos que comportaría una campaña electoral constituyente, desarrollada en plena crisis económica y social del país.
Más difícil fue, sin embargo, lograr que la transición desde el franquismo se hiciera, sin traumas ni violencias y la corona lo consiguió plenamente. ¿Por qué no ha de ser capaz, ahora, de superar esas dos importantes metas que la consolidarían definitivamente en el ánimo de nuestra opinión pública?
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