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Procedimiento franquista para aprobar la reforma

El Pleno de las Cortes que se inicia hoy, a la taurina hora de las cinco de la tarde, va a mostrar hasta qué punto era posible el camino elegido por el presidente Suárez para poner a este país en rumbo hacia su futuro democrático.Las objeciones de la oposición eran correctas. ¿Cómo las propias instituciones franquistas van a firmar su certificado de defunción? Y, por otra parte, si se desea hacer la democracia, ¿por qué no contar, y negociar, exclusivamente con los demócratas, olvidando para siempre a quienes, durante cuatro décadas, se vanagloriaron de ser antidemócratas?

Frente a estos razonamientos, el Gobierno podía esgrimir que la suavidad del tránsito requería una apariencia continuista y que el abandono de la ruta seguida por el franquismo exigía, antes de iniciar seriamente el proceso democrático, un previo ajuste de cuentas dentro del Régimen, entre quienes deseaban perpetuar unos postulados políticos obsoletos y quienes, por arrepentimiento o por pragmatismo, se apuntaban a las formas democráticas de la nueva era.

Los balbuceos reformistas del Gobierno Arias -con sus tropiezos y sus concesiones- habían venido a dar la razón a los sectores que propugnaban una apelación directa al pueblo y una marginación total de las instituciones vigentes. El «todo está atado y bien atado» se hizo palpable en el desgaste político que la reforma Arias-Fraga ocasionó al anterior Gobierno, prisionero de su propia indecisión y timidez.

La reforma Suárez, mucho más ambiciosa -aunque no del todo aceptable y viciada por su gestación no democrática-, lleva camino de imponerse por medio de un camino paradójico: la utilización de procedimientos franquistas para salir de la situación política creada por el franquismo. Ante unas instituciones -Cortes, Consejo Nacional del Movimiento, Consejo del Reino- que habían actuado, durante lustros como meros apéndices de la voluntad del Caudillo, cualquier contemporización significaba, precisamente cuando se decía avanzar hacia une autentificación política, otorgarles una virtualidad que nunca habían tenido. Las Cortes de la aclamación y del aplauso no podían, ahora, arrogarse atribuciones decisorias que nunca exigieron. El órgano colegiado del Movimiento, marginado por Franco de toda competencia efectiva, no estaba en condiciones de emitir criterios que pudieran imponerse. No era lógico tampoco que el propio Consejo del Reino, acostumbrado a acompañar con su dictamen las, decisiones previamente tomadas por Franco, quisiera de pronto hacer valer sus consejos.

Esta es la gran razón política e histórica que justifica el procedimiento de urgencia que esta tarde se aplicará a la deliberación sobre el proyecto de reforma política, y que justificará también cualquier necesidad de guillotinar las intervenciones de los procuradores.Cuando lo lógico y normal habría sido evitar el paso de la reforma por unas instituciones que no tenían nada que reformar, la decisión de someterse a su veredicto sólo puede entenderse desde los postulados franquistas que les dieron origen. Desorientadas y huérfanas de órdenes desde la muerte de Franco, estas instituciones estaban pidiendo a gritos alguien capaz de mandarles y de desoírles sistemáticamente. Sólo personas producidas por el propio franquismo serían las indicadas para esta tarea.

Dos típicos productos del franquismo -Adolfo Suárez y Torcuato Femández-Miranda-, al servicio ahora de la voluntad renovadora de la Corona, están a punto de consumar su papel de bisagra entre dos épocas españolas separadas por el 20 de noviembre de 1975.

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Sólo un conocimiento profundo del Régimen y el empleo del talante con que Franco se rodeó de las instituciones, van a permitir salir del atolladero. Lo que esencialmente impedía a los franquistas oponerse a la voluntad de Franco era el convencimiento de que las decisiones del Caudillo se llevarían a efecto con ellos o sin ellos. Si Franco hubiera dudado alguna vez, concedido alguna beligerancia a las instituciones creadas por él, o simplemente hubiera creído algo en ellas, su régimen personal lo hubiera sido un poco menos.

Con esta perspectiva ha sido abordado, en mi opinión, el paso de la reforma a través de sus enemigos naturales. La decisión de los dos presidentes de sacar adelante la reforma, pese a quien pese, pone automáticamente en marcha el mecanismo franquista de la adhesión. El de las Cortes advertía hace sólo unos días una expresión del propio Franco para la eventualidad de que los votos necesarios no sean propicios: «Las Leyes Fundamentales tienen soluciones para todo.» Incluso para lograr la cuadratura del círculo.Ante esta situación, las actitudes legalistas y reglamentistas de algunos procuradores están condenadas al fracaso, porque parten de un error esencial: pretenden hacer creer en la utilidad y atribuciones de unas Cortes en las que el fundador del Régimen no creyó.

Lo de «después de Franco, las instituciones» ha de convertirse, en buena lógica, en «después de Franco, las instituciones del posfranquismo». Hacia ellas camina la reforma, que no puede encallarse ante dificultades de menor cuantía. Sería inefable que las Cortes orgánicas se opusieran por primera vez al Poder cuando éste, llevando hasta sus últimas consecuencias el procedimiento franquista, les somete su decidida desaparición.

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