La prisionera número 10.308, embajadora ante el mundo del horror de Auschwitz
Hablar de Auschwitz es como si de repente todo el mundo fuera horno, y la historia de las SS se convirtiera también en fuego, y en muerte, y en odio... Hablar de Auschwitz es como si, de pronto, la historia se diera la vuelta, y allí donde se hablaba de amor se escribiera tragedia, y donde había vida empezara a humear la muerte.Así llegó a presentar su libro Nunca jamás Dunia Wasserström al Club Internacional de Prensa. Llegó -sólo con su letra impresa y su inmenso balance de experiencias- dispuesta a decir todo aquello que sintió y que se comprometió a contar al mundo para eso, para que nunca jamás episodios como aquel de Auschwitz pudieran repetirse.
No hay ya alambrada, ni botas brillantes de los SS, ni nada de eso. Hay, sí, porque es ya inevitable, un número grabado a fuego que le recuerda cada noche, cuando Dunia se desnuda, que ella era el 10.308. Ni uno más. Ni uno menos.-Auschwitz, conviene aclararlo, no era un campo de concentración, sino un campo de exterminio. Allí íbamos para morir después de trabajar, después de hacer barracas y barracas... No íbamos a estar detenidos. Yo era de la resistencia francesa, y en julio de 1942 nos enviaron a Auschwitz. Ibamos mil mujeres francesas. Hoy sólo yo puedo contarlo. Soy la única superviviente. Cuando me vi libre, comencé a escribir artículos, porque ante mí, ante los míos, ante la historia -sin que esto parezca presunción alguna- yo tenía la obligación de contar al mundo lo que habían hecho los nazis, lo que nos habían hecho a todos nosotros.
Dunia tenía veinte años cuando fue deportada. Tiene ahora las arrugas lógicas del paso del tiempo y la amargura, todas juntas, y la voz entrecortada de recuerdos.
-El 18 de enero era mi cumpleaños. Yo sentí que aquél iba a ser mi día de suerte, porque era el mismo día de mi cumpleaños. Me escapé...
Hablamos de recuerdos, y la verdad que uno siente la tristeza de avivar odios que tenían que haberse, al menos, pasado.
-Cada día allí era un día de muerte. No porque fuera malo en sí, sino porque era la única esperanza. Yo trabajaba en la construcción de barracones. La comida era poca y, por si fuera poco, cargada de bromuro. ¿Sabe usted lo que produce el bromuro? No éramos ya ni mujeres. Yo pesaba 32 kilos. No era nada de nada: un esqueleto con piel. Cuando Himmler visitó el campo, pidió alguien que hablara idiomas. Yo hablaba entonces ruso, polaco, alemán y francés. Me presenté y se rieron de mí. «¿Usted? ¿Dónde va usted?... Usted lo que quiere es librarse del campo...» Mi imagen daba risa, créame...
Dunia Wasserstróm, como casi todos los judíos, tiene una inmensa facilidad para los idiomas. Hoy, además de aquellos cuatro y del hebreo, claro, habla un correcto español. Judía, nacida en Rusia, vivió -también como casi todos los judíos- sin patria real... en París.
Hitler
Para un judío, mentar a Hitler es recordar millones de muertos. Uno de cada dos judíos vivos ha perdido algún pariente próximo en los campos alemanes...-Hay que aclarar conceptos. Casi todo el mundo piensa que Hitler mató a seis millones de judíos, como si ahí acabara el problema. Y no. Hitler mató a gitanos, y a franceses, y a españoles, y a polacos, y a yugoslavos, que nada tenían que ver con el judaísmo. Yo creo -dice Dunia con una escalofriante frialdad- que por lo menos fueron catorce los millones que cayeron bajo los nazis.
Auschwitz es hoy casi un recurso turístico. Se conservan los hornos y las alambradas. En las esquinas del tiempo quedan aún los tremendos olores de las incineraciones, de las cámaras de gas, de los huesos... Y las estadísticas de las fábricas de fieltro, y de las de jabón, a partir de grasa humana, y de los kilos de cabello femenino, y del oro de las dentaduras...
-Mi peor recuerdo es precisamente lo que declaré en 1964 en el proceso de Francfort. Le llamaron el proceso del siglo, porque duró dieciocho meses. Se juzgaba a dos jefes del campo donde yo estuve. Conté simplemente lo que yo había visto: cómo un camión de niños llegaba frente a nuestras oficinas. Un niño saltó -tiemblo aún cuando me acuerdo hoy- y llevaba en la mano una manzana roja. Yo ya sabía que estaban destinados a la muerte. Y me consolé pensando: «¡Dios! Que tenga tiempo por lo menos de comer su manzana.» Fue cuando llegó el jefe -uno de los acusados en aquel proceso-; le quitó la manzana y lo estrelló; estrelló su cabeza allí, delante, contra la pared. Lo mató en el acto. Al cabo de una hora el jefe me llamó. Y me dijo simplemente: «Dunia, limpie la pared de sangre.» El estaba comiéndose una manzana roja...
Ella lleva con dignidad tremenda su 10.308. Su número, que la marcará ya para toda la vida.
-Sí, para siempre. Es un trauma que, de verdad, no se supera.
Luego hay más recuerdos, como borbotones.
-Estaban apilados los cadáveres. Había una muchacha sentada sobre ellos. Le dije en alemán que qué hacía allí. No me entendió. Me contestó cuando le hablé en francés. «Soy griega, y estoy aquí, simplemente, porque me fío más de los muertos que de los vivos.»
Dunia no come carne. Hay un recuerdo a crematorio. Así de sencillo. Hay olores y consistencias que no puede soportar.
-Durante años tuve metido en las entrañas el tremendo olor de los muertos quemados. No lo puedo soportar. No me hable de eso.
Dunia Wasserström llegó a presentar su libro vestida de 10.308 y de recuerdo. Sin odio. Pero con una sola idea, con la que titula su libro, con la de Nunca jamás y para eso, hay que estar atentos.
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