La huelga de autobuses
LA HUELGA de autobuses ha traído a Madrid la parálisis. Ayer - y previsiblemente ocurrirá hoy otro tanto- la circulación rodada en la ciudad alcanzó niveles de caos. Los autobuses contratados o los conducidos por soldados no mantienen ninguna cadencia de paso, los taxis libres parecen haber desaparecido, el Metro se encuentra saturado y el aumento de automóviles particulares en circulación ha provocado los atascos de tráfico que los madrileños están padeciendo considerables retrasos en la incorporación a los puestos de trabajo, citas anuladas, compromisos incumplidos, irritación ciudadana y todo el arsenal de molestias que bien conocen los habitantes de otras ciudades europeas, de las que nos creíamos libres y a las que, en cierta medida, habrá que irse acostumbrando si se quiere mantener -y hay que mantenerlo- el derecho de los trabajadores a declararse en huelga.Algo bueno nos ha deparado, al menos, esta huelga. Las autoridades han entendido que no es solución militarizar a los trabajadores en paro. Por primera vez, que nos alcance la memoria, el Ejército ha sido correctamente utilizado, poniendo a la tropa a realizar el trabajo que no hacen los huelguistas sin militarizar el servicio.
En contrapartida, las autoridades -en este caso el Ayuntamiento- han demostrado una importante falta de respeto al pueblo de Madrid. La huelga de autobuses no ha sido salvaje, ni se ha llevado a cabo por sorpresa. Días antes de que se produjera las autoridades procuraban abortarla -lo que entra dentro de sus obligaciones- y se aprestaban a tomar medidas para paliar sus efectos, instruyendo sumariamente a los soldados en la Casa de Campo en la conducción de autobuses. El pueblo de Madrid pudo, como poco, ser avisado con antelación suficiente y debidamente aconsejado, sobre el caos de tráfico y transportes que se avecinaba.
Cuando las huelgas afectan a servicios públicos de primera necesidad, como los transportes, el correo, las comunicaciones telefónicas, la asistencia sanitaria, etcétera, debe procurarse ante todo el menor mal al usuario, tomando suficientes medidas paliativas e informando puntualmente a la población.
Cabe también señalar que esta es la huelga más dura del posfranquismo en Madrid, con choques numerosos entre huelguistas y fuerza pública; con unas reivindicaciones no exclusivamente económicas -como la amnistía laboral dentro de la empresa- y la severa puesta en cuestión de los jurados de empresa como instrumento de diálogo. A este respecto, la huelga de autobuses tiene un marcado carácter político -en la acepción literal del término- y está siendo tratada con los viejos esquemas del franquismo: pretendiendo amedrentar a los dirigentes de la huelga echándoles los caballos encima.
En resumen, una huelga nunca es un bien, y el derecho a la misma debe ser contemplado como el arma final de la clase trabajadora cuando faltan los mecanismos de diálogo y negociación. En nuestro país el derecho a la huelga no existe en el caso de los servicios públicos, y la representación sindical está adulterada por años de verticalismo. Una clarificación de las relaciones laborales se hace precisa cuanto antes si no queremos intermitentemente encontrarnos con situaciones como ésta. La huelga de autobuses de hoy la han montado de hecho sindicatos que son ilegales y que han podido movilizar, sin embargo, a los trabajadores al margen de los mecanismos de la burocracia vertical.
El pacto político que la situación española precisa exige también un pacto sindical previo. Esta es la primera -y suponemos que no la última- advertencia al Gobierno por parte de las organizaciones sindicales de que no se pueden tomar medidas económicas como las acordadas recientemente sin pactarlas de forma previa con los principales afectados. En definitiva, una puesta en duda, otra vez, de los mecanismos de la reforma. La situación será aprovechada, no obstante, por quienes se niegan a todo cambio. Algo sobre lo que también los propios huelguistas y sus líderes deberían reflexionar antes de tensar más la cuerda.
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