Reducción al esqueleto
Si en ocasión muy concreta, y nada lejana, di en cuestionar o someter a crítica (más por lo prometido y no hecho que por lo hecho y no solicitado) la empresa expositiva de la Fundación Juan March, me es hoy de justicia aplaudir, sin reserva o restricción, el acierto electivo de la presente muestra, más o menos antológica, de Giacometti, aunque raye su tardanza en el habitual anacronismo con que nos sigue llegando lo de fuera. Las noventa obras que la integran (23 esculturas, 5 pinturas, 37 dibujos y 25 litografías) no dejan de avenirse, por calidad y lectura cronológica, al enfoque didáctico de una exposición de la de sus características.¿Algún reparo? Ceñido mi comentario al análisis de las esculturas, no puede dar por bueno o congruente el montaje que de ellas (adosadas, no pocas, a la pared, con la privación consiguiente de su cara posterior) se ha hecho en las salas de la March. Cualquier figura giacometiana reclama furiosamente un espacío de su exclusiva pertenencia, que en el ámbito, abusiva y uniformemente iluminado, de esta exposición termina por esfumarse. La neutralidad del negro (no el incentivo del blanco) debió, a juicio mío, componer el telón de fondo de todas las esculturas, cayendo sobre cada una de ellas la luz cenital de un solo foco, en beneficio de su respectiva entidad, intimidad y expansión.
No es cuestión de gustos; exigencia, más bien, del estar o aparecerse de unas y otras criaturas dadas felizmente a la luz por el singular artista suizo. Las figuras de Giacometti explican el problema (capital en la práctica escultórica) del positivo-negativo, del vacío y el pleno, a tenor de este esquema eventual: un imperioso crecimiento interior que, traducido en ascensión y verticalidad, origina hacia afuera una degradación de la corporeidad, rayana en el esqueleto de la nada (una nada o instancia del vacío, que el espectador se siente obligado a -completar con el concurso de su propia presencia).
...Un francotirador...
¿Quién es Giacometti en el censo de la esculturá contemporánea? Un feroz independiente, un francotirador nato. De allí, justamente, su inimitabilidad (aunque sean legión de teóricos de la nueva estética y capitanes de vanguardias, admirado incluso por el mismísimo Picasso (privilegiado coleccionista de sus esculturas), Alberto Giacometti vivió a su aire y modeló por su cuenta, dando un ejemplo extremado y sin contravenir para nada el sentido de lo moderno, de lo que es estricta experiencia personal.
Y puesto que ha venido a la letra el nombre de Picasso y su admiración (¡raro en él el acto de admirar!) por Giacometti, intentaré, a partir de ambos datos, sugerir lo que fue, o al menos lo que«no fue el gran escultor suizo. Picasso, padre legítimo del cubismo jamás realizó una escultura cubista. No deja de ser ilustrativo que en tanto los escultores cubistas propiamente dichos (los Lipchitz, Gargallo, Zadkine, Archipenko...) ceñían sus obras a las premisas de la escuela, Pablo Picasso, su genuinor creador, las desatendía por completo.
Sabedor, como nadie, de que el cubismo era un fenómeno-esencialmente pictórico (reacio enteramente a su extrapolación del plano), Picasso realizó una estatuaria eminentemente naturalista, circunscrita, una y otra vez, a la interpretación de la figura humana. ¿Con qué armas? Con la sola disciplina y ejercicio del modelado. Picasso, uno de los más grandes escultores del siglo, no fue escultor cubista; atento modelador, más bien, de la apariencia humana, definidor de su estantía natural y de su crecimiento, a merced del barro de su propio origen bíblico.
Y es en ello en lo que se vincula primero, y luego se subordina (hasta la admiración),al personalísimo hacer de Alberto Giacometti. Quien contemple la primera escultura picassiana (la Figura al desnudo, 1907, de no oculto influjo en las siluetas de Brancusi y Modgliani, y clara premonición de la estatuaria de Giacometti), dará en observar que atiende exclusivamente a la humana presencia y ve la luz por las artes del modelado. Otra tanto cabe decir de su obra más madura (la serie, por ejemplo, de la Mujer sentada, de 1931) y mucho más de la de plenitud (el Hombre de cabra, de 1944, la Mujer en pie, de 1953...).
Maestro del maestro
Ahora bien, si las primeras experiencias picassianas pudieron incitar la atención de Giacometti, las esculturas de su madurez y plenitud no pueden dísimular el influjo del suizo. Ese paulatino más hurtar que poner (el «menos es más» que proclamó Mies van der Rohe), instante tras instante y toque por toque, el barro conformador de la figura humana, iniciado (al margen de toda escuela, tendencia o ismo) por Pablo Picasso, hallará en Alberto Giacometti su culminación, su magisterio universal, y el índice diferenciador de entre todos los escultores de su tiempo.
Rara avis en el recuento de la estatuaria contemporánea, feroz independiente, francotirador nato, no se adhirió Giacometti a los postulados de ninguna tendencia vanguardista (aunque asistiera al nacimiento de algunas y fomentase con el calor de su voz la lumbre de otras); se limitó a incluir su libre hacer en la atemporalidad universal, al borde -mismo de la nada («Giacometti -ha escrito con sobrada razón Jean Genet- no trabaja ni para sus contemporáneos, ni para las generaciones futuras. Los muertos, por fin, reciben las esculturas que esperaban») y tuvo por émulo más rendido al padre de todo el arte moderno.
He establecido esta relación Picasso-Giacometti para emparentar su actividad, ya que no con escuela alguna, con ejecutoria de alguien (y ese alguien, discípulo, hasta cierto punto, de nuestro artista, fue maestro de casi todos los demás). ¿Cabe fijar otro tipo de relación más global de grupo? No son pocos los que le incluyen en la nómina oficial del surrealismo, aunque no falten quienes, como Dawn Ades, se limitan a hablar de afinidad o proximidad, no de adscripción, a las propuestas teóricas de André Breton y su variopinta caravana.
Afín o colateral, en el caso de merecer Giacometti nombre de surrealista, lo sería en atención a unas cuantas esculturas, y no precisamente de las más significativas. De otro lado, todas ellas (El balcón suspendido, El palacio de las cuatro de la mañana, completado con El pájaro esquelético y La columna vertebral .. ) se refieren inequívocamente a sucesos reales de su propia vida. Algunas, en fin, sólo lo son a medias (El objetivo invisible, de 1939, se vio coronado, a manos de Breton, con una máscara de gas que halló en el parisiense Mercado de las Pulgas).
Impenitente transeúnte
Mucho más sintomático es el hecho de que esas cuatro o cinco esculturas, oficialmente surrealistas digan directa relación con la vida misma de Giacometti o entrañen el argumento de tales cuales sucesos que le sobrevinieron a su paso por las calles. Porque ocurre que toda su obra escultórica responde a la visión de un impenitente transeúnte (observe el lector cómo sus figuras y sus grupos caminan a su aire) que entiende la vida como esencial extrañeza, al borde mismo del vacío, de la nada. No son surrealistas sus obras; el surrealista es el propio Giacometti, narrador llano de lo que ve (y como lo ve) por plazas y avenidas.
Giacometti es hasta un cronista del suceso diario, familiar o incomprensible, tan afín a la costumbre cotidiana como proclive a la más enigmática de las extrañezas. Se limita realmente a contemplar el paso decidido de las gentes en pos de sus cuidados y negocios, inconscientes u olvidados de su designio capital: su peligrosa inminencia a lo que está fuera del lugar y del tiempo, su vecindad con la nada. «¿Dónde están las figuras de Giacometti -vuelve a la carga Genet- sino en la muerte? De ella surgen cada vez que nuestra mira de la llama a nuestro lado.»
Consecuencia o no de ello es lo cierto que el mismo proceso elaborador de Giacometti resume una inminente proclividad al vacío, reducción al esqueleto, poderosa expansión de la nada. En un ángulo retirado de las salas de la Fundación hay un dibujo que nuestro artista trazó cuando apenas contaba doce años; y en él se nos anuncia, a las claras, lo que va a ser el resto de su creación: un milagro de simplificación, de reducirlo todo a la vecindad del vacío, no menos expansivo que la luz. Antes de que Van der Rohe dijera aquello de que «menos es más» ya había advertido Giacometti: «Yo construyo eliminando.»
Babelia
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