El cepo
Como la guerra del tráfico es una cosa que ya no hay quien la pare, y como cada maestrillo tiene su librillo y cada alcalde también, pues resulta que el señor Arespacochaga, regidor de la Villa y Corte, encuentra anticuada, al parecer, la siniestra grúa y ha decidido sustituirla por el cepo, no menos siniestro, pero más moderno, y que nos dará algunas posibilidades literarias a los cronistas de la vida que pasa.Por ejemplo, ésta. Esta primera, posibilidad de hacer una crónica sobre el cepo, porque escribir de la grúa era ya como escribir de la castañera o del aguador: un recurso. El cepo consiste en que al coche que esté mal aparcado le ponen un aparato que lo inmoviliza para siempre, y ya no se lo puede usted llevar para atrás ni para adelante. El cepo convierte al automóvil en mujer de Lot, en estatua de sal, y a ver qué hace usted con su ochocientos cincuenta convertido en sal, puesto en salazón.
La cosa es diabólica, claro. Porque la grúa admitía su pintoresquismo, su costumbrismo, su folklore, sus idas y venidas, su viaje al depósito para recuperar el coche y pagar la multa, y, sus llamadas al concejal amiguete:
-Oye macho, que lo mío no tiene justificación, tío, te lo prometo que me van a calcar una multa de cinco mil sin comerlo ni beberlo.
Pero el cepo es el cepo. El coche se queda ahí quieto y no hay quien lo mueva. A mí me parece que, aparte el mecanismo represivo y municipal, técnico, hay un mecanismo psicológico en esto del cepo. Porque al fín y al cabo, ¿qué se ha hecho con cada durante cuarenta años, sino ponerle un cepo? Al que estaba mal aparcado ideológicamente, se le aplicaba el cepo, se le dejaba congelado, destituido, depurado, suspenso de empleo y sueldo, censurado o encarcelado. Y se acabó lo que se daba. Te congelaban las ideas o el empleo, la vida o el sueldo. Aquello que dijo Machado de helarte el corazón, ¿qué era sino el cepo puesto en verso?
Todos hemos estado en el cepo durante muchos años. Todos hemos permanecido con el cepo echado, como un candado psicológico. Y no había manera de protestarle al guardia, porque la culpa la tenías tú por estar mal aparcado, por haberte situado en zona azul indebidamente, y olvidando que todo el país era zona azul
Hay dos medidas que se van a tomar ahora en contra de los automovilistas madrileños: el cepo y los parquímetros. El parquimetro, que hemos visto en muchas capitales europeas, supone la democracia. El cepo supone la dictadura. Mediante el parquímetro, usted paga el tiempo y el espacio que ocupa, que consume, porque el tiempo y el espacio son de todos. Mediante el cepo, usted se queda convertido en ciudadano de Pompeya ,en estatua de lava, porque un madrileño, hoy, sin su coche, es un paralítico, un subnormal y un minusválido. En eso nos ha convertido la civilización del desperdicio, que dicen los sociólogos altisonantes.
Cuando se descubrió la ruina de Pompeya, con sus habitantes hieratizados por la lava del volcán los espeleólogos -o quien fuese- pudieron comprobar que mientras los hombres aparecían en actitudes rebeldes, desesperadas, de lucha e intento de salvación, las figuras,femeninas se encontraban como recogidas en sí mismas, sumisas, pasivas, dispuestas a morir. Mis queridas e implacables feministas no me perdonarán este ejemplo, quizá, aunque les recuerde que previamente lo ha utilizado Simone de Beauvoir. Bien, pues mediante la lava del volcán franquista, todos quedamos paralizados en actitud de protesta, de sumisión, de miedo o de entusiasmo. Cada uno lo suyo. El franquismo era el cepo geológico.
Acaban de decir en Eurofórum que durante los últimos años, en España hemos, vivido por encima de nuestras posibilidades. Se refieren a lo económico, claro, pero yo creo que también en lo político ven lo cultural el español ha vivido durante cuarenta años por encima de las posibilidades de libertad que ofrecía el país: desde el teatro de Buero a los cuadros de Comisiones Obreras. Y ahora que empezábamos a despertar del sueño de Pompeya, el señor Arespacochaga nos pone otra vez el cepo.
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