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Los tiempos histórico-políticos

Hoy voy a tomar pie de un buen editorial de EL PAIS, de hace más de un mes. (No voy a referirme pues, a esos otros recientes, controvertidos y controvertibles, sobre autonomías y nacionalidades, editoriales con los que no estoy de acuerdo y otro día expondré por qué. Permítaseme adelantar que, a mi juicio, tras de demandar la ruptura política, habrá que plantear el problema de la ruptura o el cambio cultural: el cambio en cuanto a lo que he llamado cultura establecida en España y principalmente en Madrid y por Madrid. Más por el otro lado, y de acuerdo con mi antiguo amigo Josep Benet, tampoco estoy de acuerdo con la actitud del Consell y de Tarradellas. En el fondo lo que me ocurre es que pienso que la política es una cosa demasiado importante para ser dejada en manos de los políticos).El editorial, bajo el título de «Una carrera contra el reloj» tocaba el tema de los distintos tiempos histórico-políticos de la España contemporánea. Porque análogamente a como las diferentes personas -y aún las mismas, en diferentes circunstancias- vivimos psíquicamente el paso del tiempo de modo diferente, y nuestro reloj vital marcha más deprisa a más despacio, unas veces regularmente, otras a rítmicas sacudidas, otro tanto acontece en el plano histórico-político. Yo no creo que la concepción del tiempo, durante el largo período franquista, haya sido homogénea. Hubo, en la primera fase falangista, un tiempo mesiánico de espera en el que ha de venir -El «Ausente», primero, el «Caudillo» estrenándose, después- y en el triunfo que ha de traer. La fecha del 18 de julio fue elevada así a Tiempo primordial -«ab urbe condita», aún cuando no se tratase precisamente, por entonces, de construir-, desde el cual la nueva historia de la salvación se ordenaba y desde el que todo lo ocurrido en ella cobraba sentido (incluida, no lo olvidemos, la Monarquía de Juan Carlos I, de la cual hasta ahora no consta ninguna otra «legitimidad»). Por eso se habló durante la guerra civil de un I, II y III Año Triunfal, al terminar, del Año de la Victoria, y juego de los sucesivos grandes aniversarios del Glorioso Alzamiento Nacional. Después, con la derrota de Alemania e Italia, comenzó un tiempo distinto, el de resistir, el de aguantar. Este Tiempo de la Resistencia, una vez que el régimen fue aceptado por las potencias vencedoras, se degradó a tiempo del puro «durar» (y no precisamente de la durée bergsoniana). Tiempo cerrado, principios inmutables, franquismo perdurable más allá del Franco, presente permanente, «Constitución» franquista. Yo no creo que la concepción franquista del tiempo haya sido nunca la de que el poder «dispone a su arbitrio de la historia para realizar sus planes»; y no lo creo, sencillamente porque el franquismo nunca ha tenido planes, sino meros simulacros de planes (de desarrollo, etc.). Su único plan era permanecer institucionalmente y no menos, claro, personalmente, cada cual en su cargo, pertenecer a la clase política franquista y, en cuanto a los jóvenes -el mejor ejemplo es el del actual jefe de Gobierno- arreglárselas para ingresar en ella y hacer carrera dentro de ella. De la vieja fe apocalíptico-falangista en la Revolución, muy pronto no quedó el menor rastro. Pero en cambio el otro Apocalipsis, el horrendo, el agazapado y siempre inminente del «Comunismo», ése sí fue cuidadosamente cultivado. La muerte de Franco que, por desgracia, algún día había de producirse -el «¿O no?» de los mejores tiempos franquistas apuntaba una vaga esperanza de inmortalidad incompatible con el talante positivista de la última generación de franquistas-, podía ser el instante de esa caída en el caos comunista. Y la gran invención del fascismo de Franco quien, casi incomprensiblemente, no podía inmortalizarse a sí mismo, fue la de la inmortalización del franquismo, la del tiempo de la Cerrazón, con España entera, atada y bien atada para siempre. Y dentro de la «legalidad» de tal inmortalización y de tal cerrazón vivimos, en parte, todavía.

Sólo en parte. La reforma no coincide, al menos tácticamente, con el bunker. La reforma está dispuesta y aún decidida a cambiar algo para que todo siga igual. Si quienes la protagonizan no nos fuesen suficientemente conocidos, su argumentación sería, cuando menos, atendible. Esta, resumida con mayor inteligencia, que la acreditada por los reformistas, y puesta en la línea de nuestra tesis de la pluralidad del tiempo político contemporáneo, consistiría en hacer ver que hay, que tiene que haber un tiempo de adaptación de la mentalidad y la actitud de la antigua base social conformista del franquismo, a los modos de la democracia; y que esta adaptación, tras la larga intoxicación de toda una mitología y de una fabulosa mixtificación, requiere una reeducación y «dar tiempo al tiempo», es decir, justo lo contrario de una «carrera contra el reloj». Mi amigo José Jiménez Blanco sustentaba en reciente artículo esta posición de prudente apoyo a una evolución del régimen. Y estoy seguro de que Jiménez Blanco -pese a que su juicio y consejo puedan haber sido influenciados por antiguas proclividades hacia la A C N de P- no está de ningún modo sólo; con él está una gran parte de la burguesía española. Y con ello cuenta el Gobierno. Decía antes que la argumentación que cabe hacer sería atendible si quienes la mantienen no estuvieran totalmente desprovistos de credibilidad. El Gobierno Suárez no puede quejarse de que, pese a determinados historiales, fuese mal recibido por la oposición. Pero su muy sospechosa actuación, la irresponsabilidad de las siempre ligeras declaraciones del presidente, la verosímil conversión del Cuerpo de Gobernadores en cuerpo de policía de referéndum y elecciones, lo que se sabe y lo que no se sabe del proyecto de reforma constitucional, todo, en fin, hace temer que se invita a la oposición a entrar en un juego trucado en el que, sin necesidad de recurrir a falseamientos en el escrutinio, simplemente a través del control de la TV, simplemente explotando el temor a la crisis económica, la despolitización y la desmoralización de gran parte de la burguesía, especialmente de las nuevas clases medias, la oposición -que tan poco respetable imagen de sí misma está presentando- esté condenada de antemano a no vencer.

Si de lo que se trata, si lo que desde fuera se nos pide, es simplemente un similar de democracia, lo adecuado es que tal reforma la hagan los reformistas, los nuevos demócratas, quienes necesitan de este contrachapado para subsistir políticamente, quienes han aprendido demasiado pronto para su edad los viejos manejos del electoralismo español. Sí, que la hagan ellos solos.

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Yo por lo menos no me metería en eso. ¿Por qué no trabajar, entre tanto, a otra profundidad? Pero con esto volvemos a lo del principio: la «política» -del poder, de la oposición quizá, también- tiene muy poco que ver con la política. Qué le vamos a hacer.

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