El otoño de los patriarcas
AUNQUE LOS tecnócratas, familiarmente conocidos por el nombre de «Lópeces», fracasaron en su aparente intento de asaltar el poder, algunas parcelas de éste, tan importantes como el gobierno del Banco de España, han sido conseguidas. Su gran oportunidad puede deparársela la agravación de la situación económica durante el próximo otoño. Dos son los temas sobre los que se basa una amplia operación de propaganda montada para justificar el retorno de los «pesos pesados» de ese contundente equipo, que estaría ahora apurando sus bazas.En primer lugar, ese eventual deterioro sería el merecido castigo, cuasibíblico, por haber descuidado, en favor de la «política», las cuestiones prioritarias de la «economía». A estos descendientes ideológicos de Charles Maurras no les basta con invertir la máxima de su maestro (politique d'abord); su obsesión les conduce, paradójicamente a defender, con los marxistas, el predominio de las relaciones económicas sobre toda la vida social. Hace años anunciaron que nos otorgarían la democracia cuando alcanzáramos los mil dólares de renta per capita; aunque ya hemos superado con creces esa mágica cifra, los tecnócratas, vinculados a poderosos grupos financieros y simpatizantes espirituales de organizaciones apostólicas (por pura casualidad, según todas las oficinas de relaciones públicas), aplazan sine die nuestro ingreso en el paraíso prometido y continúan prescribiéndonos los votos de obediencia y castidad políticas.
El segundo reclamo publicitario es fácil de adivinar: sólo ellos, autores del «milagro económico» de los sesenta, podrían salvar al país de la ruina próxima.
Destacados profesionales de la economía han puesto repetidas veces de manifiesto la inconsistencia de ambos argumentos propagandísticos. Nos limitaremos a citar algunos testimonios publicados en las páginas de este mismo periódico a lo largo del pasado mes de julio.
Luis Angel Rojo ha mostrado convincentemente (« Economía y cambio políticos», 21-7-76) no sólo que «las actuales dificultades de la economía española no son fruto del cambio político», sino que, además, «la primera exigencia para que entren en vías de solución es que el proceso de democratización de nuestra vida política se clarifique y acelere». La inflación, el déficit exterior y el paro no admiten ya soluciones coyunturales; requieren una estrategia a plazo medio, aprobada por los legítimos representantes de los diferentes grupos sociales y negociada en un contexto institucional democrático.
También Enrique Fuentes Quintana («El Fin del pleno empleo, objetivo cada día más difícil», 20-7-76) señala la ineficacia de las medidas a corto plazo para afrontar el problema del paro y la necesidad de una política de empleo a plazo medio: «un programa que respete la lógica económica y se gane la aceptación responsable de la sociedad».
Pero si el primer reclamo de la campaña publicitaria es simplemente erróneo, el segundo es falso. Luis Angel Rojo niega la existencia de ese presunto e imaginario «modelo técnico-económico de pasadas épocas doradas» y subraya que el regreso a la política económica que acompañó (pero no dirigió) el desarrollo económico de los años sesenta no sólo no resolvería los actuales problemas, sino que los agravaría. José Luis Ugarte («Los felices años sesenta», 13-7-76) denuncia los intentos de hacer comulgar al país con la magna rueda de molino según la cual la política económica de la pasada década fue «un modelo de fría y exitosa eficacia tecnocrática». Los Planes de Desarrollo, se añade, fueron puras ficciones, y, por desgracia, no inocuas sino nocivas.
Si los patriarcas -o sus dilectos sucesores y discípulos vuelven al poder este otoño, ya sabemos a que atenernos. No existen en su farmacopea fórmulas válidas para la economía española. Y mucho nos tememos que la purga de Benito de la que se jactan, y que tan celosamente ocultan, sea simplemente aceite de ricino.
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