Un alcalde accidentado
Más que un alcalde accidental, el señor Villoria está resultando un alcalde accidentado. Primero cerró el Viaducto como si fuese el muro de la vergüenza (ya están suavizando esa medida), luego han empezado a tirar palacios madrileños durante su mandato accidental y ahora dice que él no tiene obligación de leer la prensa.
A mi quiosquero, que como tengo dicho es hombre entre la galaxia Gutenberg y el lumpem, esto último le ha caído fatal:
— O sea, que él no lee el papel. ¿Y cómo se entera ese señor de las farmacias de guardia?
Es lo malo de la democracia. Que la gente se ensoberbece mucho. Porque recuerden ustedes que el señor Villoria fue elegido democráticamente. Citando aquellas lejanas elecciones de concejales, él formaba pareja con Llantada. Hicieron una propaganda agresiva y conjunta, Villoria y Llantada eran como Aparicio y Litri, pero en democrataorgánicos. Una vez elegido, el señor Llantada empezó a hacer barbaridades con su automóvil. Le costó la carrera política, como al príncipe Bernardo de Holanda, pero en municipal y sin sobornos. Me lo decía Manolo Summers:
- Es que, después del derecho de pernada, éste ha implantado el derecho de Llantada
Villoria, más moderado y mejor conductor, ha seguido adelante hasta llegar a alcalde accidental. Con él vivimos en un accidente continuo. Cada mañana nos pega un susto en el periódico. Cómo será que hay cronistas que hasta tienen nostalgia del señor Arespacochaga. Claro que ya dijo el poeta que la nostalgia es un recuerdo que no sabe nada de sí mismo, porque el señor Villoria, que cuando las elecciones nos señalaba con un dedo desde todas las tapias de Madrid, se permite menospreciar el cuarto poder, por ejemplo. El tiene una base popular, al fin y al cabo, y como tiene una base pues no lee los periódicos. Para qué.
- Y encima lo dice —me rezonga el quiosquero.
Me parece que a este alguacil alguacilado no le van a dar Quiosco de plata, como se lo dieron a Fraga. Los concejales de dedo — y los ministros, y los procuradores, y los consejeros nacionales— eran otra cosa. Más calladitos. Tampoco se leían la prensa -aquella prensa apacible y lírica de los años cuarenta y cincuenta- porque todas las noticias las habían dictado ellos previamente por teléfono. Pero no lo decían.
El señor Vitoria, pese a su limpio origen plebiscitario y cartelero, conserva la aversión inercial de los hombres del franquismo a la prensa diaria. Y como él tiene una base popular, pues lo dice. Le sorprende, le indigna que el vecindario acuda a los periódicos con sus quejas, en vez de acudir a él. El señor Villoria, con su locuacidad municipal, ha traicionado el subconsciente colectivo de todo el franquismo: comprenden que el periódico es un mal necesario para enterarse de cómo va la Liga y de cómo van los petrolitos en Bolsa (que por cierto van fatal), pero no deja de darles un poco de asco.
Pues mire usted, señor Villoria, en una sociedad no magdaleniense (ni democrataorgánica) la prensa es el espejo stendhaliano y orteguiano que se pasea a lo largo del camino de la vida y de Vallecas. Si en Vallecas pierden un parque o una posibilidad de parque, como parece que va a ocurrir, y usted no allí a impedirlo, no te extrañe que Vallecas venga al periódico a pedir su cabeza, o cuando menos, su sombrero para hacerse un gorro de orejas.
«No tengo obligación de leer la prensa»
- ¿Pues qué es lo que lee ese señor, don Francisco?
- A lo mejor, ese medio libro al mes que dice la estadística.
Y claro, no le queda tiempo para el periódico.
- Dicen que Carrero soñaba con nacionalizar toda la prensa.
- El señor Villoria, como es demócrata, no necesita llegar a eso.
Le basta con no leerla
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