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Equívocos, no

Desde que se lanzó la idea de un referéndum previo para impulsar la reforma constitucional -referéndum de arbitraje democrático lo llamó el Equipo Español de la Democracia Cristiana, que hizo suya la idea- no han faltado adversarios más o menos encubiertos de encomendar la tarea reformadora a una auténtica asamblea deliberante, que han combatido aquella iniciativa con las más variadas armas dialécticas. Una de las últimamente aparecidas en las columnas de la prensa es el pretendido riesgo que supondría encomendar a la persona del Jefe del Estado la iniciativa de hacer viable un verdadero proceso de democratización.No se puede admitir -según los adversarios del referéndum previo- que se convierta al Rey en una especie de dictador, al autorizarle para legislar por medio de Decretos-leyes. «¡Dictador durante un mes y luego Rey constitucional para toda la vida! No sería tan fácil. Si actuó en una ocasión, ¿por qué no en la siguiente? Pero..., ¿qué importa eso a los que sólo piden a la Monarquía una función rompedora, aunque el instrumento se melle y quede inservible?»

Muy débil tiene que ser una tesis que precisa apoyarse en esta clase de argumentos.

Comencemos por reafirmar que la propuesta de un referéndum previo no supone el intento de impulsar a un Jefe de Estado constitucional a salirse de las normas que limitan su poder, como aconteció cuando Alfonso XIII apartó a Maura del poder en 1909, y cuando impulsó a Miguel Primo de Rivera a ocuparlo en 1923; o tal como ocurrió cuando Niceto Alcalá Zamora disolvió inconstitucionalmente las Cortes, elegidas en 1933.

El rey Alfonso XIII había jurado la Constitución de 1876, y el presidente de la II República española estaba ligado por la Constitución de 1931. Ambos eran jefes de Estado constitucionales, sometidos a leyes fundamentales votadas en Cortes elegidas democráticamente.

El caso actual no es precisamente ése. Don Juan Carlos -y esta afirmación no supone poner a discusión su legitimación de facto, que es un título del que la Historia nos da numerosos ejemplos- no es aún un Rey constitucional, sino un Jefe de Estado designado por un dictador y obligado a moverse en el estrecho cuadro de unas medidas impuestas por su predecesor para dejarlo atado y bien atado. Don Juan Carlos no puede violar la Constitución por la razón sencillísima de que no existe una sola norma institucional nacida de la voluntad del pueblo.

Nadie podrá negar de buena fe que el actual Jefe del Estado se vio hace pocas semanas en la necesidad de realizar el acto personal de separar de la jefatura del Gobierno a Carlos Arias Navarro. ¿Sufrió por ello alguna merma su prestigio? ¿Quedó mellada o inservible esa función que desempeñó por puro estado de necesidad y sin quebrantar para ello juramento alguno? ¿O no será más cierto que el prestigio del Monarca salió acrecido de la difícil prueba? Creo que la respuesta afirmativa es de una evidencia indiscutible.

¿Quiere esto decir que el sistema sea bueno? De ningún modo. Poner a un Jefe de Estado en el trance de tener que realizar un acto de poder personal es crear un precedente gravísimo, aunque lo extraordinario de las circunstancias hayan justificado excepcionalmente, en un momento dado, una decisión de ese género.

No. Lo que la tesis del referéndum propugna es, precisamente, impulsar cuanto antes el fin de una situación como la actual, que coloca al Jefe del Estado en una situación insostenible, que le obliga o bien a resignarse a vegetar en la impotencia política a que han querido condenarle las previsiones antidemocráticas de Franco, o a caer en la tentación de tener que actuar con un poder personal que es per se un mal gravísimo, aunque pueda resultar inevitable per accidens.

Recuérdese que el referéndum de arbitraje propuesto descansa en tres supuestos básicos. No puede ser más que un impulso inicial que abra con carácter obligatorio el camino a un auténtico período institucionalizador. Se piden para el Monarca poderes excepcionales, pero no ilegales, por un período de tiempo estrictamente limitado. Se exige que esas facultades se ejerzan tan sólo para la finalidad concreta de abrir un período constituyente.

Lo primero, es decir, convocar el referéndum previo, puede hacerlo el Rey de acuerdo con el apartado e) del artículo 10.º de la Ley Orgánica del Estado y con el artículo 1.º de la Ley de Referéndum Nacional. Lo que en esas normas está previsto para las leves propiamente dichas es de igual modo aplicable a los decretos con fuerza de ley, regulados en el artículo 13.º, en relación con el 10.º y el 12.º de la Ley Constitutiva de las Cortes.

Lejos, por tanto, de propugnar una acción anticonstitucional -en la hipótesis más que aventurada, como antes hemos dicho, de que hoy existiera en España una Constitución- lo que se pide a Don Juan Carlos es que, usando las menguadas facultades de que dispone, busque en la apelación al pueblo el impulso democratizador que por otro camino no parece viable.

Facultades a plazo fijo

Además, esas facultades doblemente limitadas que el pueblo habría de darle serían tan sólo -y no nos cansaremos de insistir en ello- de naturaleza extraordinaria por el carácter poco común de las circunstancias que las recomiendan o las exigen, pero no contrarias a la ley. No se otorgarían al Monarca por un plazo indeterminado, sino, como queda dicho, por un período fijo y con una sola finalidad muy precisa: tomar las medidas que permitan la rápida elección de una asamblea deliberante, que es el único órgano que puede dar al país las instituciones democráticas que precisa. En una palabra, lo que se quiere es que cuanto antes haya una Constitución que no permita al Jefe del Estado realizar actos de poder personal por necesidad justificada y convertirse con ello en un dictador aunque sólo sea por un día.

No nos engañemos. La reforma

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Equívocos, no

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constitucional es inviable en sí misma por vía de referéndum. Al pueblo no se le pueden plantear para que las resuelva con un sí o con un no las complejísimas cuestiones que entraña una ley constitucional. ¿Habrían de someterse a consulta de los españoles unas docenas de preguntas susceptibles de provocar una serie de respuestas incongruentes o claramente contradictorias?

¿O es que lo que se quiere es una especie de consulta plebiscitaria -que es el camino que se ha revelado mas eficaz para la implantación de los modernos cesarismos-, que en un par de preguntas de obligada vaguedad ponga la efectividad de la reforma constitucional en manos de un Gobierno carente de representatividad política y de unas Cortes que no son más que gubernativas?

Con toda sinceridad creemos que prestan un flaco servicio a la Monarquía quienes procuran apartarla del camino del referéndum previo, cuyo resultado afirmativo sería ciertamente aplastante.

¿Puede concebirse más firme apoyo a un Monarca que ha llegado al Trono en las condiciones en que ha llegado Don Juan Carlos, que el encargo -casi podríamos decir la orden- que le daría el pueblo español de que hiciera lo estrictamente necesario para hacer posible la libre elección de una Asamblea deliberante, único órgano eficaz de una reforma constitucional digna de tal nombre?

¿Por qué se tiene tanto miedo a conocer lo que los españoles desean? ¿No será que lo que se propugna es la perduración, con una u otra apariencia, de la oligarquía beneficiaria de la cosa pública, que acabaría por echar sobre el Rey toda la impopularidad que ya hoy la abruma y que crecerá según se vayan conociendo numerosas y gravísimas irregularidades sometidas al amparo del Poder?

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