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Libertad sindical y autonomía colectiva

La lucha de los trabajadores por la libertad sindical tiene claras consecuencias sobre la ordenación de las relaciones laborales, a tener muy en cuenta durante el proceso de conquista de las libertades y el período de afianzamiento de la democracia en nuestro país. La más importante consecuencia que se deriva de la libertad sindical es la recuperación por los trabajadores de la autonomía para la defensa de sus intereses colectivos, es decir de sus intereses de clase. De ahí que uno de los trabajos políticos que a corto plazo deben abordar los sindicatos y partidos obreros sea la elaboración de la estrategia que, a partir de la libertad sindical, permita la superación del intervencionismo estatal que desde 1939 padecen en nuestro país las relaciones laborales.Entiendo, sin embargo, que siendo el intervencionismo estatal el reverso de la autonomía de trabajadores y empresarios, y por tanto complementario de ésta (en tanto que la existencia del intervencionismo sólo es posible a costa de la negociación total o parcial de la autonomía), la recuperación por la clase trabajadora de la autonomía colectiva perdida en 1939 es un trabajo político no exclusivo de la izquierda, sino de: todas las fuerzas políticas y sindicales interesadas en el restablecimiento en nuestro país de la democracia formal. Cosa distinta es que para la izquierda la democracia no acabe en las libertades formales, sino en la plena conquista de la libertad política social y económica.

Falta de autonomía

La materialización de la intervención estatal en lo laboral por parte del sistema político nacido en 1939 tiene un nombre de todos conocido: Reglamentaciones de Trabajo, o por decirlo con expresión modernizada, Ordenanzas Laborales. Los centenares de Reglamentaciones aprobadas desde que en 1942 se inventara la figura constituyen un rosario de repetitivos actos gubernamentales, exteriorizados por medio del Ministerio de Trabajo, en los que se niega a los trabajadores la libertad para dotar autónomamente de contenido a las relaciones laborales colectivas con los empresarios. La negación de esa autonomía colectiva laboral era la más directa consecuencia de la negación de la libertad sindical para organizar sindicatos, con lo que, prácticamente desaparecidos éstos tras la guerra civil por así disponerlo la legislacion del nuevo orden, mal podía haber partes legitimadas para celebrar convenios celectivos. Las únicas relaciones laborales permitidas y reguladas eran las individuales. Congruentemente con ello la declaración tercera del Fuero del Trabajo de 1938 reservó en exclusiva al Estado la competencia para fijar «bases para regulación de¡ trabajo, con sujección a las cuales se establecerán las relaciones entre los trabajadores y las empresas». Se erradicaba así, a nivel constitucional, la figura de los convenios colectivos, que se entendía propia de un sistema que aceptara la existencia de la lucha de clases, formalmente postergada desde que un decreto de septiembre de 1936, dado por la Junta de Defensa Nacional, situara fuera de la ley a todas las organizaciones que habían formado parte del Frente Popular y prohibiera, disolviéndolas, a,las centrales obreras UGT y CNT.

Las Reglamentaciones de trabajo

Desde 1942 las Reglamentaciones han desempeñado el papel de estrictos códigos laborales de ámbito sectorial elaborados, eso sí, desde fuera de los trabajadores y empresarios afectados. En mi opinión, la exclusión de los empresarios no tiene mayor importancia que la formal. Y ello porque la función más relevante de la política laboral totalitaria de la que son hijas las Reglamentaciones fue ofrecer, precisamente a los empresarios, un sistema de control salarial materializado en los bajísimos niveles salariales fijados durante muchos años por las Reglamentaciones Laborales, y en la multiplicidad de categorías profesionales por ellas establecidas con la clara finalidad de lograr una ampliación del abanico salarial de cada sector laboral. La mano de obra se convirtió de esta suerte en un barato componente de los costes de producción de la empresas. Unase a ello la habitual oscuridad del articulado de gran número de Reglamentaciones y Ordenanzas Laborales necesitadas de continuas interpretaciones, habitualmente restrictivas para los trabajadores, por parte del Ministerio de Trabajo.

Pero no queda ahí el tema. Las Reglamentaciones y Ordenanzas no dieron iguales soluciones a temas que, en principio al menos, debieran tener el mismo tratamiento en unos y otros sectores, cual es el caso de la regulación de la jornada, los descansos, las vacaciones, las licencias, las sanciones, y, por supuesto, las retribuciones. Con ello el intervencionismo estatal venía a establecer desequilibrios en perjuicio de los trabajadores con menos capacidad de presión obrera. Fácilmente se comprende, dicho lo anterior, que el autoritarismo laboral, hijo del autoritarismo político. ha tenido y tiene la clara finalidad de servir a los intereses de la clase empresarial. La opción política por el intervencionismo estatal, concretada en Reglamentaciones y Ordenanzas, es una opción económica a favor de la clase dominante.

Autoritarismo laboral

He centrado la atención en los orígenes de¡ autoritarismo laboral y en la filosofía que lo inspira porque, piezas legales de dimensión laboral y sindical indudable como la ley de Convenios Colectivos de 1958, la ley Orgánica del Estado, la ley Sindical de 1971, la nueva ley de Convenios Colectivos de 1973, y también la ley de Relaciones Laborales, no han puesto cambios sustanciales en el panorama de las libertades laborales y sindicales.

Aunque la ley de Convenios Colectivos de abril de 1958 admitió la postergada figura del pacto colectivo, continuaba negando a los trabajadores la libertad y la autonomía sindical, apoyándose en la ficción de distinguir en el seno de la Organización Sindical a las llamadas Secciones Sociales y Económicas, más tarde denominadas Uniones de Trabajadores y de Empresarios. Pero, es más, la primera ley de Convenios de la posguerra establecía un profuso cuadro de controles intervencionistas de la negoclación colectiva, tanto en la fase previa a la negociación, como en la propia negociación del convenio, en la aprobación por la Administración Laboral, e incluso después de la negociación. Elstas limitaciones a la autonomía colectiva continuaron incluso después de la promulgación de la ley de Convenios Colectivos de 1973 y siguen vigentes hoy. Para esta ley, en mi opinión, el convenio colectivo no es en el fondo un acuerdo entre empresarios y trabajadores sino una auténtica norma juridica laboral emanada del Estado (que tiene que aprobar los convenios, que establece fuertes limitaciones económicas congeladoras de la negociación, y que dicta decisiones arbitrales obligatorias cuando no hay acuerdo entre las partes), en cuya elaboración sólo se reconoce un modesto protagonismo a las empresas y trabajadores, en cuanto están integrados en la OSE.

Urgente: derogar las Reglamentaciones

Tampoco ha supuesto modificación sustancial alguna la innovación introducida en 1963 con la aparición de las Ordenanzas Laborales. Estas son una mera sustitución de las Reglamentaciones, dando, si acaso, un mayor papel a las UTT y a las UE. Si mis cálculos no fallan deben estar vigentes nada menos que 181 entre Reglamentaciones y Ordenanzas, muy desiguales en importancia y en historia, pero, en todo caso, piezas legales de un sistema político que, por negar la libertad sindical, sigue negando la autonomía colectiva de la clase obrera y de sus organizaciones sindicales.

Creo que, con independencia de que la oposición política y sindical tenga programas laborales en los que, al menos en la izquierda, no figuran ni las Reglamentaciones ni las Ordenanzas, el Gobierno Suárez, con el lenguaje de los hechos democráticos que el pueblo le reclama, debe proceder, de inmediato a dictar un decreto-ley derogando la ley de Reglamentaciones de Trabajo de 16 de octubre de 1942, así como a la derogación de todas las Reglamentaciones y Ordenanzas Laborales, a sustituir por convenios colectivos naciortales. Por supuesto que todo ello requiere como dato previo el reconocimiento real de la libertad sindical. Sin ésta no cabe pensar en la democratización de las relaciones laborales.

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