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Error teatral: sustituir la emoción por la fantasía y la acción

El verbo clave que mejor modula la vida de las gentes de teatro es gustar. Las personas convocadas estos días, días de verano y ensayos, a la faena de preparar la temporada, encierran elíptícamente todas sus preocupaciones en una pregunta corta y precisa: «¿Crees que gustará?». La única aproximación a una respuesta decente es: «Sí, siempre que lo hagáis apasionadamente». Lo que se involucra en la respuesta es que en arte, y sobre todo en teatro, actúan muy poderosamente unos factores emocionales cuya irracionalidad los hace bastante rebeldes al análisis lógico. Bien saben actores, directores y autores que la emoción teatral es difusa y omnipotente y que ejerce sobre el espectador una especie de proyección sentimental, que resiste toda previsión o análisis crítico previo. De ello debería deducirse que la primera característica del teatro es la de ser un vehículo pasional. Y, en efecto, sin pasión no hay teatro. Claro está que debe entenderse por pasión no esta o aquella aventura privada, sino la más amplia, la que más zonas riegue del alma popular. El terror, el miedo, la alegría, el criticismo contemporáneo son pasiones rigurosamente válidas para provocar una alucinación colectiva y hacernos aceptar un espectáculo o un razonamiento que en otras sítuaciones técnicas rechazaríamos instantáneamente. Esa condición del espectador inquieto es la que no puede ser defraudada. Por eso, cuando se quiebra la línea apasionada de un espectáculo y el espectador reacciona -cuando se sale-, su primer movimiento suele ser un ademán incómodo que va contra la inverosimilitud del tinglado. (Entre nosotros: cuando hay un período teatral en que el español deja de creer en la muerte del protagonista, se evade del teatro y se instala en un graderío donde, con seguridad, podrá contemplar, a la salida del toro, un poco de sangre más verdadera. Por eso constituyen las corridas el primer espectáculo teatral de España: por su enorme fuerza pasional. Conocemos divinamente el argumento pero queremos, precisamente porque nos gusta, dejarnos arrebatar por él.)Así que es un error teatral que el teatro contemporáneo acusa muy bien sustituir la emoción por lamentos todas las tardes. Ese es el primer error teatral. El segundo suele ser sustituir la emoción por la acción. Me refiero a esa acción externa, a ese que pasen muchas cosas que ha llevado a nuestro teatro, bastantes veces, a una ridícula y desenfrenada carrera, al final de la cual parecía que la acción eran únicamente los tramoyistas corriendo en vez de ser lo que a alguien le pasaba por dentro. El problema arranca de que como la fantasía y la acción exterior son materiales que pueden incluirse en los análisis lógicos, suele pedírseles racionalidad. ¡Triste cosa esta! Pedirle lógica a la pasión es reconocer que se ha perdido la capacidad de vivir apasionadamente; es confesar que ya no nos podemos emocionar; en fin, que no tenemos capacidad teatral. La vieja y arrebatadora pasión teatral no tenía por qué ser lógica; más bien estaba formada por elementos irracionales, pero tan enérgicos y poderosos, que contenían un hervor dinámico y una fuerza proselitista bastante para encender los corazones humanos y contagiarlos con los mitos de los personajes. Sin pasión, y sólo ella puede conseguirlo, no hay contagio, no hay invitación al duelo o la alegría, no hay fuego. Aprovecho este momento para decir que el fallo del gran número de nuestros espectáculos críticos y políticos reside ahí: son glaciales. Y de esa caída se salvan quienes han «descubierto» la fuerza de las formas críticas populares, tan jocundas y apasionadas.

Nadie puede olvidar, en el teatro, que ha invitado a los espectadores a quemarse, a contagiarse, a participar en la alegría y la pena, con grande y activa solidaridad. Esos invitados son tan importantes que no se concibe ninguna actividad dramática sin ellos. Son una pieza clave del universo, dramático. En ellos debe pensarse permanentemente porque los espectáculos teatrales no pueden vivir solos; necesitan reflejarse sobre la multitud y sólo en ese espejo viven y actúan gracias, precisamente, a su fuerza emocional y a cierta larvada posibilidad de levantar en los espectadores cálidas oleadas de factores asociativos. De ahí esa enorme, variada y sorprendente gama de reacciones que hacen que el mismo espectáculo teatral entregue a cada diferente espectador u diferente mensaje.

Teatro de minorías

Cuando se dice que una obra de teatro -crítica o no crítica- que es demasiado literaria se hace, muchas veces, una observación atroz. Pero, en ocasiones, se acierta. Una obra literaria es una realidad. Mientras al libro le basta con existir para haber realizado su destino, la obra teatral es una simple posibilidad que necesita realizarse. Es decir: golpear al espectador y que éste participe, activamente, en el simulacro. Por eso no hay, no existe, no es teatro, eso que a veces se ha lla .mado a sí mismo, con arrogante petulancia, teatro de minorías. Esto no quiere decir, ni muchísimo me nos, que todo lo que es popular es bueno. También andan por ahí, clasificados como teatro por los inspectores de Hacienda, bastantes grupos gesticulantes, de éxito muy conocido, que gustan mucho pese a su radical condición antiartístíca La proposición exacta podría ser la contraria: toda obra buena debe ser, forzosamente, popular. Puede que no lo sea en su estreno, que tarde en serio, porque el especta dor se mueve con cierta lentitud. Pero esto sólo quiere decir que al inno vador,le esperan, generalmente muy malas noches de estreno. Pero lo que no puede evitarse es considerar que la propuesta teatral se ha de dirigir siempre a los espectadores. Que se instalan en sus butacas, dejan de ser médicos, ingenieros, obreros o intelectuales para ser, simplemente, espectadores. Un tacto de codos les convence de que el vecino de al lado comparte su pretensión: salir, por unas horas,de su circunstancia habitual. ¿A dónde quiere marchar ese espectador? ¡Ah, eso está claro! No lo sabe. Por eso confía en poder aceptar la propuesta escénica y encontrar una puerta de salida. Ese crédito de confianza que se le otorga desde el otro lado de la escena es algo que, en ningún momento, pueden olvidar las gentes de teatro. Por. eso es admisible el error y no lo es la frialdad o la falta de pasión creadora. Es una respuesta más a la eterna pregunta. Pero estoy casi seguro de que hacer teatro sin pasión teatral es tan triste como estúpido.

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