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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los que se van

LA FULMINANTE dimisión -y la posterior negativa a entablar negociaciones con el señor Suárez para la formación del nuevo gobierno- de los señores Areilza y Fraga, secundados por otros miembros del Gabinete, constituye un aspecto de la reciente crisis casi tan significativo como el nombramiento del presidente.El compromiso de este periódico, que se precia de independiente, no es con las personas, sino con las ideas. Nuestra línea está clara: defendemos hasta sus últimas consecuencias el despliegue del proyecto de democratización de nuestra vida pública expuesto en el Discurso de la Corona, primero, y en la intervención del Rey ante el Congreso de los Estados Unidos, después. Creemos que el marco de la institución monárquica puede y debe tener un contenido plenamente democrático, definido por las siguientes notas: un parlamento elegido por sufragio universal, un gobierno designado por la cámara de diputados y responsable ante la misma, y el reconocimiento y protección de las libertades públicas.

Como pueden comprobar quienes hayan seguido la corta vida de este periódico, nuestro apoyo y nuestra crítica a las personalidades políticas que ahora salen del Gobierno ha estado en función de su contribución o de su resistencia a la realización de este programa.

Todo hace pensar que la resuelta determinación de dichos ministros de no colaborar, con los elevados costos psicológicos y políticos que implica, no ha sido adoptada por temor a un desbocamiento del ritmo de la reforma, sino, muy por el contrario, por la convicción de que el programa entero se halla gravemente amenazado por el nombramiento del nuevo presidente.

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Sin duda, quienes han compartido con el señor Suárez durante siete meses, como ministros, la deliberación y elaboración de decisiones tendrán poderosas razones sobre las que construir esa pesimista conjetura.

Sin embargo, nada más erróneo que dar por supuesto que la opinión pública necesariamente identifique programas con personalidades y atribuya las dimisiones antes mencionadas a razones puramente políticas. Actuar exclusivamente con el pensamiento puesto en los círculos del poder y olvidar la existencia de la opinión pública ofrece graves riesgos, entre otros, facilitar que alguien explique la brusca retirada de los ministros salientes por motivaciones personales.

Si los ministros dimisionarios expusieran ante la opinión pública las razones de su no colaboración, tales interpretaciones desfavorables quedarían fuera de lugar. La vida democrática necesita, desde luego, instituciones que la garanticen pero también precisa de hábitos y actitudes del mismo signo que la animen. Si se tiene razón, hay que cargarse de ella, y en cualquier caso, es un deber cívico explicar al país entero cuáles son las cuestiones en juego, dónde radican las discrepancias y en qué consisten los argumentos.

Por lo demás, el valor ejemplar de su renuncia al poder debe ser reconocido sin reticencia alguna, al margen del juicio que merezca la actuación que tuvieron como gobernantes. Saber decir que no, y decirlo en sus circunstancias, es una lección política que algunos más jóvenes podrían aprender.

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