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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La revolución americana como patrimonio universal

HOY, 4 de julio, es un día de júbilo para el pueblo de los Estados Unidos, que celebra orgullosamente los doscientos años de su declaración de independencia. Al mismo tiempo, este 4 de julio, como los anteriores, es también un motivo de celebración para el resto de la humanidad, sobre todo para los pueblos de cultura europea, porque marca el comienzo de la primera de las grandes revoluciones modernas que han dado su perfil y su sustancia al mundo de nuestros días.Las consecuencias de los hechos de 1776 en las trece colonias británicas del otro lado del Atlántico, no pueden medirse sólo, ni en primer lugar, por su magnitud física, por la riqueza de la nueva nación, por la fabulosa expansión territorial, por la impetuosa incursión de las riquezas norteamericanas en los mercados mundiales, por la portentosa reunión de condiciones favorables que hicieron posible la aparición de una nueva potencia en la oligarquía de naciones.

Las consecuencias pertenecen, más bien, al orden del espíritu y de la política, y se derivan nada más y nada menos que de la instauración de la idea de libertad como eje de las motivaciones humanas, y como norte de las racionalizaciones de su mente. Que el acta de los derechos del ciudadano norteamericano fuese incorporada a la constitución, mediante las famosas enmiendas, en el mismo año en que, a este lado del Atlántico se formulaba la Declaración de los Derechos del Hombre, constituye la prueba más sencilla y más fuerte de que la revolución americana estaba destinada a alcanzar valor universal. De ese modo, mientras la declaración de independencia es patrimonio del pueblo norteamericano, el espíritu del 76, la revolución americana, es patrimonio de la humanidad. No hace falta siquiera, para reconocer esto, ser hijo de la cultura europeo-occidental, y ciudadano de un país más o menos integrado en la esfera de influencia de los Estados Unidos. Sabido es el impacto de las ideas revolucionarias norteamericanas en los padres de otras grandes revoluciones.

Las libertades de palabra, de prensa, el derecho de reunión y de consulta para el bien común, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la concepción del pueblo como la fuente del poder, son ideas tan fuertes que no hay pretensiones basadas en las ideas de orden público, paz, legalidad o incluso justicia social que puedan justificar su supresión. Porque el orden, la paz, la legalidad, la justicia social, todo, carece hoy, a doscientos años de la revolución americana y casi dos siglos de la revolución francesa, de legitimidad suficiente si no se basan en la libertad.

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Y sin embargo, la tesis contraria también es verdadera. No hay verdadera libertad sin un orden legal, sin una protección contra la pobreza o la servidumbre económica, sin un espíritu dominante de paz y concordia...

Ha sido el desequilibrio entre esos dos juegos de factores lo que ha llevado a los pueblos a oprimir, perseguir, explotar. Aquel «prefiero la injusticia al desorden goethiano, debe ser expulsado de un espíritu europeo recto, pero se presenta siempre bajo formas diversas, de las que los Estados, y los pueblos que los eligen, son autores. Norteamérica, el pueblo heredero de la revolución americana, ha sufrido demasiado frecuentemente la desviación goethiana. La mayor parte de su historia está signada por imperativos como el de «la libertad de los míos, ante todo, y no importan los derechos de los demás "libertad para los fuertes" «debemos sentir orgullo por el privilegio de ser americanos»...

El espíritu fundacional americano, basado en la libertad, ha tenido consecuencias de alcance infinito en el dominio de la materia, en la economía, en la difusión de la ciencia y la tecnología, en el crecimiento del bienestar. Esto merece reconocimiento. El problema es que, frecuentemente, la Norteamérica de nuestros días ha creído que gran parte del resto de la humanidad sólo podía tener acceso a los productos terminales de su creatividad, y no derecho a la verdadera semilla fecundadora, a la libertad. Ojalá sean las celebraciones del bicentenario de los Estados Unidos la ocasión de meditar que su grandeza no consiste tanto en haber construido la primera potencia del mundo, como en haber demostrado que la libertad es el motor del alma humana.

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