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Tribuna
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Mi ambigüedad política

La vida es por sí misma ambigüedad contradictoria. No sería fácil poder presentarla -a menos que se la confine en su aspecto puramente biológico- como una vía rectilinea por la que el hombre transite sin perplejidad alguna. De ahí que toda existencia pueda y deba estar impulsada por las rectificaciones que exijan unas posibles equivocaciones o desviaciones.Lo que al hombre ha de pedírsele no es, por lo tanto, una inflexible rectitud externa de conducta, sino más bien una rigurosa rectitud o integridad moral. Y en su contexto habrá que aceptar lealmente, como antes apunté, además de la posibilidad de equivocarse, la con siguiente obligación de rectificar. Bien entendido que nada de ello significaría infidelidad de criterio, siempre que aquélla respondiese a la sincera convicción de que se trataba de una etapa necesaria para proseguir con lealtad el camino previamenve trazado. ¿Acaso Cicerón, en su tratado «De República», no utilizaba ya el símil del piloto que se ve obligado a cambiar el rumbo de la navegación para llegar a puerto seguro? En este caso, tales cambios o mudanzas pueden ser los que permitan dar coherencia a una vida. En muchas ocasiones, es precisamente esa misma coherencia ideológica la que impone y determina alguna nueva orientación, al variar las circunstancias históricas o aceptarse un nuevo punto de vista, honradamente rectificador de otro que ya no se estime válido.

Difícilmente será esto comprensíble para tantos seres apasionados que se consideran punto menos que depositarios exclusivos de la verdad objetiva, al permanecer anclados en una rígida e inconmovible posición personal, no sólo teórica, sino práctica. Ciegos por la pasión y la intransigencia, suelen confundir e identificar «su» verdad, es decir, una verdad meramente subjetiva, con algún dogma del cual no es lícito apartarse. Pero olvidan esas gentes -y entre nosotros el mal tiene muy hondas y antiguas raíces- que siempre ha sido muy limitado el campo de lo intangible y dogmático, incluso en el orden especulativo, y casi inexistente en el terreno de la realidad práctica. Es mucho más amplia la parcela de ideas y creencias que ha entregado Dios a la libre disputa de los hombres, como reconocimiento pleno de su elevada condición de seres inteligentes y libres.

Así planteadas las cosas, no parece demasiado lícito calificar de ambigua la conducta de quien varía por móviles ideales -y desde luego, desinteresados, si se quiere merecer una minima credibilidad-, ya que por ambiguo sólo debería entenderse lo incierto y confuso; todo aquello que se preste con facilidad a una interpretación deliberadamente contradictoria y equívoca. No creo por ello que resulte justificada la tácita acusación de ambigüedad que no hace mucho se me ha dirigido en la prensa con motivo de una reciente actuación pública mía. Parece más bien que, al acusárseme de ambiguo, se ha pretendido destacar la supuesta discrepancia entre unas posiciones doctrinales, abiertamente proclamadas, y el gesto «táctico» de aproximación al poder que mi reciente visita al Rey pudiera significar.

No recojo la imputación con el menor ánimo de polémica personal. Sería empequeñecer vanidosamente el problema. Si me ocupo hoy de esa embozada acusación de «oportunismo», es para examinarla desde un plano más elevado. El juicio que a algunos haya podido merecer el hecho arranca de algo que encierra una mayor gravedad: el absoluto desconocimiento, el radical desenfoque de lo que es y debe ser en un país la oposición política.

La cosa no puede sorprendernos. Desde hace cuarenta años hemos vivido bajo la influencia del protagonismo exclusivista de quienes,concibieron y ejercitaron el poder como un auténtico monopolio. Cuando un sistema político recoge el contenido programático de cualquier grupo -a veces, simples slogans de propaganda, cuando no recursos literarios de ruejor o peor calidad- para proclamarlos como principios intangibles, se está a dos pasos de crear una especie de religión partidista del Estado. De manera automática, se convierte así a los discrepantes en una secta política, lindante con la herejía, a los que parece obligado excluir por todos los medios imaginables de la normal convivencia ciudadana. Tan monstruosa desviación ofrece su ejemplo más,representativo en la hasta ahora constante floración de delitos políticos. En virtud de una lógica implacable, cualquier Estado totalitario que se arrogue la propiedad de una verdad excluyente habrá de considerar como un grave delito la simple discrepancia ideológica, y perseguirla en consecuencia como antaño se perseguían los supuestos delitos religiosos.

De acuerdo con este criterio generador de la aceptación incondicional de los dogmas estatales, la oposición política se convierte, pues, en algo radicalmente,inadmisible. Y cuando las corrientes que circulan en las entrañas de la sociedad -bajo la corteza de un aparente sólido conformismo- logran aflorar con ímpetu insospechado, no puede atribuírseles de momento otro propósito que el de un reto subversivo, al que parecerá obligado reprimir y si fuera posible aniquilar.

De ahí que aún pueda tardar en abrirse camino entre nosotros la idea de que la empresa del gobierno de un pueblo debe ser tarea y empeño conjuntos de quienes manejen las palancas del mando y de cuantos representen un movimiento de oposición que aspire a ser constructivo. No puede menos de ser fruto del tiempo, así como del sentido de responsabilidad de unos, y de otros -principalmente de los que mandan- y de la serena reflexión de los ciudadanos, la convicción de que cuanto más se aproximan las posiciones del Gobierno y de los núcleos políticamente discrepantes, mucho más normal y pacífica será la marcha de la vida pública y menores, desde luego, los bandazos y vaivenes de la estructura estatal que se asienta en el accidentado terreno de las pasiones humanas. Por el contrario, el gobernante que no propicie o rechace el acercamiento a la oposición, que prefiera el monólogo ante los incondicionales al diálogo con quienes manifiesten una actitud discrepante, tal vez pueda acometer y realizar empresas de aparente consistencia superficial, pero jamás logrará crear nada perma nente,y duradero.

Al mismo tiempo, mientras esa falsa concepción del poder no se hunda, como es inevitable, bajo el

peso de sus propios errores, la sociedad no acertará a ver que en modo alguno constituye una traición la aproximación táctica de los hombres de la oposición a los gobernantes, para una finalidad común en beneficio de la colectividad, ni una claudicación la apertura del poder hacia el adversario, sino una muestra reveladora de ese espíritu de transacción y concordia que supo definir con tanta justeza don Antonio Maura en el discurso de Molinar de Carranza, de 26 de junio de 1910, que en algún otro lugar he citado: «La tolerancia significa enterarse cada cualde que tiene frente a sí a alguien que es hermano suyo, quien con el mismo de derecho que él, opina lo contrario, concibe de contraria manera la felicidad pública.»

La tolerancia ha de ser, desde luego, propugnada y practicada por todos; pero en muy distintos grados y niveles, como es lógico. Mucho menos que los herederos de quienes fueron hasta hace poco depositarios de un poder omnimodo, tan propenso a los injustificados desbordamientos, parece hoy necesitadas de esa virtud, las fuerzas que durante tantos años estuvieron condenadas a malvivir en la clandestinidad, sin otro aliento que la débil esperanza de una existencía apenas tolerada. Mas por lo mismo que la injusticia ha podido fomentar en estos grupos la exacerbación de los ánimos o la intransigencia de los propósitos, resulta imprescindible que los gobernantes se esfuercan en superar los pasados errores, para que nadie pueda tener que imputar lícitamente a la oposición el fracaso de las necesarias soluciones concilidoras.

Al hablar así, piénso fundamentalmente en los partidos -todavía iliegales que representan corrientes ideológicas cuya exacta fuerza numérica no es posible aún determinar, pero cuya supervivencia a lo largo de tantos años de persecución permite adivinar adhesiones mucho más fuertes que las improvisadas por las audaces ficciones encaramadas hasta hace poco en el poder. Si jamás tuvieron o quisieron tener éstas la oportunidad de solicitar el voto de los ciudadanos, sería suicida el que se pretendiera hoy confiar el problemático futuro de España al manejo sin escrúpulos de un referéndum con resultados precalculados, más que a la libre elección de una asamblea en que gobernantes,y oponentes pudiesen colaborar en común para dotar a España de instituciones políticas estables.

Hasta haber pasado por esa prueba, la oligarquía gobernante no debería ser más que una modesta comisión gestora de los asuntos políticos y administrativos inaplazables. Por su parte, los grupos de la oposición que tengan algo constructivo, que decir al,país, en medio de la proliferación de siglas y corpúsculos cuya verdadera causa analizaré otro día deberían procurar entablar un diálogo fecundo con los gobernantes, sin preocuparles demasiado el riesgo de que se les tachase de ambigüedad o de traición, y aun sin tener la seguridad de que sus palabras llegaran a ser:escuchadas.

La labor del sembrador es dura, sobre todo cuanto ignora si las incIemencias del tiempo, los escollos y las zarzas del camino y hasta la malicia de los hombres le permitirán recoger la ansiada cosecha. La labor es ciertamente dura, pero tal vez por eso mismo resulte mucho más noble y generosa.

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