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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La política de lo imposible

Es la que place en estas tierras. Como si quisiéramos demostrar nuevamente que España es diferente y que, por tanto, la política como arte de lo posible ni nos gusta, ni nos va. Lo ideal, lo hermoso, lo perfecto, lo imposible es lo nuestro. Lo real, que es lo posible, quedaría reservado a esos hombres que los españoles gustamos de llamar despectivamente «pasteleros». Y, sin embargo, ansia ibérica de salvar del infierno a los demás aparte, yo me pregunto si no debiéramos; interesarnos un poco más por los posibilistas o, al menos, por las, posibilidades.Empecemos por decir que es, justo separar a los posibilistas de los arribistas y de los oportunistas. Estos dos últimos grupos se componen de gentes dispuestas a arribar al triunfo personal, aprovechando todas las oportunidades que se presenten, sin obediencia a los principios, sin acatar moral alguna y, por qué no decirlo, con una dosis muy limitada de vergüenza. Ya sé que, por, su parte, el posibilismo nos llega muy tocado por las piruetas políticas de Emilio Castelar. Pero mi posibilista es algo distinto. Es un hombre de buena fe, que reconoce modestamente su incapacidad para lo heroico, sobre todo si la cuenta de la gesta la tiene que pagar el pueblo engañado de todos los tiempos. No renuncia a los objetivos imposibles, pero los contempla entre admirado y receloso. ¿No es acaso tremenda la tragedia -piensa- en que ha acabado la epopeya chipriota con su romántico general Grivas de lo violento y bajo la batuta del enigmático Makarios, su sumo sácerdote de lo trágico? ¿En qué cifra horrible de sangre y dinero va a contabilizarse el heroico episodio del Ulster? ¿Y el del Líbano? ¿Quién levantará ahora a la Suiza del Mediterráneo del fango, de la ruina y de la muerte? En cada caso las causas que se defienden en el litigio han sido justas y nobles. ¿O es que hay algo más sagrado que la defensa de la patria sacrosanta, de la religión de nuestros padres o de la justicia para todos? Los paladines en el campo del honor no han dejado nunca de ser esforzados, pundonorosos, sinceros y altruístas. El resultado de tantas bondades y virtudes, paradójicamente, es el puro desastre. En vista de ello, algunos hombres piensan que limitando los objetivos, suavizando los métodos y olvidando la retórica se puede llegar, tal vez, a determinadas metas, a lo mejor muy aceptables, sin incurrir en costes delirantes. Son precisamente los que al comienzo he llamado posibilistas. Los que tantos descomunales desfacedores de entuertos como en la cristiandad han sido llaman chanchulleros, paniaguados, cínicos y hasta traidores, pero que algunos sabios califican de realistas y sensatos.

Los posibilistas

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Por el papel prudente que han sabido jugar en la historia los posibilistas se suelen asimilar a los políticos moderados, que fácilmente son designados de conservadores. No porque los conservadores, o incluso las derechas, sean los únicos capaces de moderación, sino porque cuando un progresista se modera, sus compañeros tienden a decir que se ha «pasao» al otro lado. Debe advertirse también que buena parte de la derecha que gusta de considerarse la voz de la sensatez y de la prudencia, hace gala de la más estridente intolerancia y, por ende, del aventurismo más suicida. No me preocupa ahora la semántica. Saben nuestros posibilistas -y esto es lo que importa- que las sociedades salen adelante porque unos cuantos hombres son capaces de imaginar cosas nuevas, muchas veces realizables y conducentes siempre al progreso. Sin ellos la Humanidad se habría embarrancado en la rutina, atascándose de entrada en el comienzo de su evolución. Pero al tiempo que se crea y se imagina, la maternidad, el trabajo, la vida de cada día, las cotas sociales alcanzadas a cambio de tanto sudor, tanta sangre y tantas lágrimas deben mantenerse a toda costa, mientras sigue su curso el caudaloso río de la vida. La destrucción cierta de lo seguro a cambio de la toma no asegurada de mejores posiciones no suele ser un buen negocio. Por lo menos para las generaciones presentes. La inflación, por el mero correr del tiempo, suele rescatar los malos negocios, como saben todos los empresarios incompetentes. La hipotética felicidad de indeterminadas generaciones del mañana se dice que compensa el sacrificio tangible y realismo de los presentes. Soluciones falsas. El progreso, para ser auténtico, no debe costar una sola lágrima de nadie. Este es el óptimo Paretiano. El único indiscutible. Para que esto sea posible alguien debe escoger, de entre las múltiples propuestas del progreso, las más viables, las de menos coste. Los aventureros, los imaginativos, los de izquierdas, son los que proponen. Son los conservadores, los prudentes, los que eligen. Pero que quede claro que la misión de estos últimos es conservar para que den frutos las mejores propuestas de los utópicos. No se preservan nostálgicamente las cosas del pasado. Ni siquiera las mejores. Ni, desde luego, los privilegios. Se opta por lo que con más eficacia y menos coste conduce hacia un futuro mejor. Se conserva lo conservable de entre las propuestas de la izquierda, en definitiva. A cambio, los utópicos no es que deban ceder en su ilusión y su empeño, pero deben admitir que otros sean -y hablo sin ironía- menos puros y menos perfectos que ellos. Está bien que la izquierda no se ensucie las manos en el que hacer de cada día, si no quiere. Pero, por favor, que tolere que otros amasen a pulso el laborioso mortero en que asentar el

La política de lo imposible

progreso social, sin sobresaltos, ni mermas en vidas, ni hacienda. De esta transigencia suya depende la sobrevivencia de la comunidad. Las derechas, a su vez, deben creer en lo mejor del programa de las izquierdas de su voto de confianza depende, también, todo. Para que esto sea posible, los que nunca ceden nada y los que siempre lo quieren todo, deben dejar de pensar en la política. Si apartamos de la vía de lo imposible a los locos de la política, los demás podremos hablar. O incluso actuar sin decirnos nada. Nos comprenderemos en silencio. En el país del «sostenella y no enmendalla», esto no va a ser fácil. Hoy por hoy, nos debatimos todavía y como ejemplo, entre la lealtad irracional a la herencia. franquista y objetivos de perfección democrática tan elevados que no han materializado todavía en ninguna parte.La democratización comienza

Para que en España -que cada caso concreto es distinto- podamos situamos en un terreno común los idealistas y los realistas, los últimos han de aceptar de antemano algunas realidades. La primera y principal es que la democratización del país ha comenzado ya un proceso imparable. Esta marcha de la evolución histórica, este romper con buena parte del pasado político inmediato de España, no podría ser alterado a medio plazo, ni siquiera pactando la resistencia al mismo la oposición y los reformistas. Nadie detiene la historia. Hemos dicho que los que conservan suelen ser los realistas. Pues bien, ellos deben saber ver que este andar incontenible hacia la libertad es hoy ya una realidad, un hecho que no se puede negar y que ha de servir obligadamente de base para iniciar la difícil y tediosa construcción de lo posible. Ignorarlo es caer en la utopía de la reacción, es pretender lo imposible en dirección contraria, es encastillarse en posiciones insostenibles. sin costes sociales intolerables, más en la línea dogmática imputada a los progresistas que en la supuesta propia de los conservadores. Yo personalmente digo y repito que soy partidario de la democratización sin trabas. Podría aducir mil argumentos en pro de este aserto Para no citar más que uno, digo que la democratización del país es un paso importante rumbo al reconocimiento de los derechos humanos. Concretamente, del más importante de ellos que no es otro que la libertad individual. Pero prefiero aquí argumentar en términos del realismo, de la prudencia y de la sensatez que las derechas gustan de atribuirse. En esos propios términos, señores, si hemos de evitar el caos, si hemos de echar a andar, al fin, por el camino de los posibles, los reformistas en el Gobierno deben dar el primer paso. Deben imponer deprisa y bien sus proclamadas intenciones de cambio.

En la práctica de los problemas y de las soluciones se puede discutir alrededor de algunas cuestiones de interés inmediato. Para ciertos reformistas, pongo por caso, el futuro referéndum -del que tanto se habla- se debe limitar a las cuestiones que lo hagan necesario por ley. Los mismos resabios leguleyos que en su día empapelaron a Cristóbal Colón y a Hernán Cortés. La mayoría de edad de los herederos de la Corona y la fórmula bicameral, por ejemplo. Estas cuestiones no pueden alistar el entusiasmo del país y seguramente llevarán el referéndum al fracaso. Los otros, exigen un referéndum pactado que lleve a una constituyente que, en fin de cuentas, lleve a su vez a una ruptura de hecho. Y esto es olvidar, me parece, que las rupturas no se pactan. Se conquistan. O sea, que tampoco por aquí me parece que adelantemos demasiado. ¿Por qué, entonces, no establecer consultas oficiosas, pero directas, entre el Gobierno y la oposición con miras a configurar un referéndum en que se pueda votar sin desdoro para nadie? Incluir entre las preguntas algo así como: «¿Desea el pueblo español que se le conduzca rápidamente a la democracia y autoriza el pueblo español a la Corona a modificár las Leyes Fundamentales cuando ello sea preciso para alcanzar el objetivo propuesto»? ¿Qué pasaría? Aunque esta fórmula no es más que una exhortación popular -de carácter moral, no jurídico- al Rey para que fuerce, la marcha adelante por encima del búnker, si hace falta, y por tanto, no altera directamente el ordenamiento legal vigente, probablemente significa también algo de cambio en el modo de modificar nuestras Leyes Fundamentales. ¡Qué importa! Puestos a inspirar los textos de base en una dirección que todos queremos, no dejemos que la forma externa se interponga entre unos y otros. Se trata de hacer preguntas que permitan a los progresistas votar en pro de sus ilusiones y a los conservadores que opten por la afirmativa, hacerlo sin miedo a que vayan a escacharrar el país. Está claro que este ejercicio de equilibrio se basa en la confianza que «pueda» inspirar la persona del Rey. Sólo su «obligada» visión joven, de las cosas, su «supuesto» espíritu de renovación y su «referido» buen sentido pueden dar satisfacción a todos, sin engañar a nadie. Sabemos que aunque las intenciones sean buenas no será fácil acertar. De todas formas, alguien tiene que romper el círculo vicioso de la tradicional incomunicación entre los españoles. Un periodista me preguntaba una vez si en el caso de que el Rey concediera la democracia de verdad a todos y las auténticas libertades catalanas, yo las aceptaría o exigiría la ruptura. Pregunta ibérica si las hay. Ningún inglés la entendería. Para mí, sea cuál sea la mano que lleve al pueblo a la libertad, me parecerá bien. El peligro que más me preocupa es que esta mano pueda no existir, o fallar.

La ley electoral

Otro ejemplo: la ley electoral. Se habla mucho del sistema mayoritario inglés. Se dice que Inglaterra es la democracia que mejor ha funcionado de todos los tiempos. Precisamente por eso, no creo que sus métodos sean aplicables a nuestro país, donde la democracia no ha funcionado nunca. El método inglés que se lo da todo al que disponga de un solo voto de mayoría y la segunda vuelta del mecanismo francés con efectos parecidos, llevan a la polarización del electorado en dos grandes bandos. En países menos enfrentados que el nuestro, y menos inclinados a la guerra civil los sistemas descritos pueden asegurar la estabilidad del Gobierno sin atropello para nadie, porque es habitual respetar las ideas, intereses y personas que han quedado apartados del mando. Entre nosotros estas fórmulas crearían la crónica constitución de dos grupos antagonizados sin remedio. Lo que debemos evitar a toda costa. En cambio, cualquier sistema electoral proporcional permite la vida política a los grupos intermedios que hacen posible el diálogo matizado, base de toda democracia. Es posible que el sistema mayoritario asegurara de momento la victoria del grupo conservador. Pero sería a costa de la division del país. Me parece que esto sí merece ser meditado, estudiado y comentado entre todos. Lo que se proyecta tiene un precio muy alto, que una simple y transitoria victoria de partido no compensa.

El entendimiento

He dicho y repito que será, al fin y a la postre, necesario romper con nuestro inmediato pasado político. Esto es inevitable y deseable. Pero, cuidado con el cómo. Creo que no se trata tanto de pactar espectacularmente nada, como de enterarse mutuamente.y de hecho, sin alharacas. De hacer las cosas que haya que hacer sin antagonizar demasiado a nadie. Es posible que a niveles más concretos, como la amnistía o el indulto general político previo, fondos para las campañas electorales, uso de la televisión, etc., el diálogo, el monólogo de doble vía, pudiera dar resultados en orden a acelerar la democratización y a reducir el coste social inherente a todo progreso. Releyendo este párrafo me doy cuenta de que los reformistas tendrán que acelerar mucho su ritmo democratizador para que se pueda iniciar ningún contacto. A lo mejor se les puede convencer...

No es que esté seguro. Pero tal vez valdría la pena de pensarlo un poco. Sabemos por experiencia propia que la vía del todo o nada y de la incomunicación intransigente entre unos y otros, no ha dado resultado. Por lo menos en este país. Seamos modestos. Molinos de viento, no. Imposibles, tampoco.

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