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Las amanazas de San Genaro

Para percatarse bien de lo que puede llegar a significar en Nápoles, -y por extensión en todo lo ancho del catolicismo popular italiano- el hecho de que la sangre de San Genaro no se haya licuado a mediados de mayo pasado, hay que recordar que el mencionado prodigio no es que pueda darse, sino que debe darse. Luego, si no se da, tiene que resultar un indicio seguro de indignación de lo Alto, ha de entenderse como un aviso apocalíptico. En la catedral de Nápoles, donde se conserva la reliquia de dicha sangre, se ha venido llevando desde 1659 un registro es pecial, llamado Diario del Duomo y del Tesoro, en el que están anotados, dieciocho veces al año, los pormenores de esa licuación de la sangre que debe darse. Estos pormenores, relativos al más o al menos y a las otras circunstancias de la licue facción, son tambien indicativos, y, al parecer, existen expertos que saben leer concretamente esas indicaciones, mucho más difíciles,desde luego,que la previsión de catástrofes que debe hacerse en el caso de que la sangre no se licue en absoluto como ahora ha ocurrido.En 1527-28 tampoco se dio este prodigio, y sobrevino la peste. En 1569 su ausencia anunció la carestía, y en 1835, el cólera. Sthendal, que en agosto de ese año se encontraba como funcionario consular en Civita Vecchia, describía en sus despachos al duque de De Broglie escenas características del Año Mil. «Las iglesias están llenas -decía- Ayer, un predicador gritó: "Hermanos míos, recemos un Pater- y un Ave por el primero de entre nosotros que muera de cólera». Las mujeres comenzaron a dár grios y el Pater fue recitado en pleno llanto. La temperatura al aire libre, era de 29 grados, y, en la iglesia, la gente se ahogaba». La peste hizo terribles estragos.

Según la difusa memoria popular, hubo además, otro año que no llega a determinarse, en que San Genaro tampoco operó su obligado milagro, y, en ese ano, el sol no salió en tres días. A mediodía, hacía una espesa noche y los napolitanos tenían que andar con Iámparas de petróleo por las calles.

En 1940 mismo, hubo un retardo de 24 horas en la licuefacción de la sangre y fue la guerra. En 1974, se volvió a dar este ratraso de 24 horas y tampoco dejó de ocurrir algo catastrófico en opinión de un sacerdote napolitano: pocos días después, «la ley de los hombres dividió lo que Dios había unido de por vida», es decir, se publicó la ley del divorcio.

El terremoto de Friuli

Ahora, sin embargo, San Genaro se ha negado a toda licuefacción de su sangre a pesar de la insistencia de varios días por parte de los fieles para que el milagro se verificase. Se dice que el cardenal Ursi, en su discurso, no se negó del todo a relacionar esta ausencia de licuefacción con el terremoto de Friuli, pero otras interpre taciones estiman que, en cualquier caso, San Genaro ha hablado muy netamente al negarse a la licuación de su sangre y ha mostrado sin reticencia alguna la opinión que le merece un Ayuntamiento con participación comunista; el alcalde Valenti ha recibido su merecido. En el pasado septiembre, cuando la sangre de San Genaro se licué como de ordinario, el Ayunta miento napolitano. estimó que eso era una señal inequívoca de que desde lo Alto se aceptaba el compromiso histórico y anduvo pavoneándose de ello a pesar de que la Curia eclesiástica local, le previno debidamente. El Ayuntamiento se ha venido negando, después, a ocho días de rezos, a treinta misas, a diez rosarios, a vanas centenas de padrenuestros, avemarías y glorias y otras tantas inviacaciones a San Genaro, y, al sexto día de esta impía resistencia, ha sucedido lo que tenía que suceder: que el Ayuntamiento ha tenido que dimitir. Y, aunque algunos librepensadores estiman que de por medio, tanto como San Genaro, han andado Zacagnini y el amigo Gava enredando las cosas en plena campaña electoral, esa dimisión ha sido entendida como un aviso del cielo de acuerdo con los puntos de vista de la Curia expresados con anterioridad tan lealmente.

Todavía otros espíritus fuertes se han atrevido, ahora, a recordar que en 1799 la sangre de San Genaro taimoco se licua y que se utilizó un procedimiento In extremis que dio su resultado. En ese año, los revolucionarios franceses asediaron la pequeña corte borbónica napolitana y San Genaro evidentemente tomó un decidido partido por esta, última, pero el general francés, Championet, envió a su ayudante a la catedral para indicar a quienes esperaban, ya sin esperanza,la licuación que fusilaría inmediatamente al sacerdote que mantenía la ampolla de sangre en sus manos si esa sangre no se licuaba antes de diez minutos, y San Genaro estuvo enseguida de acuerdo. Los que recuerdan esto, sin embargo, no son Championnet ni están en sus condiciones para exigir una cosa así, ahora, y evitar que San Genaro ayude tan abiertamente a los democristianos: la evocación que hacen de esta anécdota ya Se ve que es pura malignidad. O inconsciencia de los males que ese signo de la no licuación augura.

Deslindar los campos

Durante su pontificado, Juan XXIII trató d e deslindar para el futuro los campos de la política y de la religión, tan imbricados entre sí en Italia, y de purificar, a la vez, un cierto catolicismo popular italiano, lleno de adherencias supersticiosas y paganas. En Nápoles, concretamente, quedaron suprimidos algunos cortejos proce sionales y otros cultos a símbolos de fertilidad, algo desvergonzados que eran pura supervivencia de cultos fálicos, y, en Mesina, una Virgen que lloraba un eventual bajo porcentaje de la Democracia Cristiana en las elecciones de entonces fue encerrada en la sacristía. Pero el Papa Juan no vivió suficiente tiempo para desarraigar devociones y milagrerías tan seculares y especiales como las de San Genaro, y, sin embargo, su herencia también debería haber sido recogida en este sentido.

Como estamos en 1976, en el post-concilio del Vaticano II y en pleno reto de la secularidad, quizás haya derecho a pensar que Roma, por fin, en vista del uso que sigue haciéndose de esas viejas devociones y de alguna terquedad celeste que sigue conectándose sacrílegamente a los sufrimientos humanos, debiera intervenir de una vez con la simple energía de Championneto de Juan XXIII con la Virgen de Mesina. Porque si hay alguna catástrofe que la licuación o no licuación de esa sangre es seguro que augura, esa es la de poner en juego no ya el honor de la Iglesia, sino la profunda seriedad misma de la fe cristiana. Y éste es un precio muy alto, sin duda alguna.

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