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El odio, tema de gobierno

Desde un vértice de la sociedad española se anunciaba anteayer el establecimiento de libertades, garantías jurídicas y alternativas de poder, de acuerdo con el voto popular. El compromiso era contraído por Don Juan Carlos I ante el primer parlamento occidental.Con pocas horas de diferencia, saltaba por el aire, en Ondárroa, un local comercial misteriosamente dinamitado por elementos desconocidos, según el texto escueto de la información de agencia. Es el otro polo, el contrapunto de barbarie que parece empeñado en replicar el afán pacificador que pro mueve hoy la Monarquía. Porque si la institución monárquica no representa la verdadera paz -acordada, pactada, negociada-, no significa nada. Desde hace meses, los españoles vuelven a llamar a las cosas por su nombre e identifican en el reverso de la reconciliación un abrumador problema nacional: el odio. Conviene retener esa palabra y comprender que la violencia, el desorden o la insolidaridad son resultados y no deben confundirse con sus causas. En los últimos años, las pruebas de rencor químicamente puro, lejos de descender, se multiplican. Ejemplos: el 1 de octubre último morían ametrallados por la espalda, en Madrid, mientras vigilaban pacíficamente unas sucursales bancarias, cuatro miembros de la Policía Armada. Aquella misma semana se habían producido tres fusilamientos en Madrid y dos más en Barcelona. En el mes de noviembre se publicó un interesante análisis en la prensa bajo un título, «La tregua», que explicaba la situación. Pero en marzo mueren en Vitoria cuatro trabajadores, y poco antes son abatidos dos más en Elda y Barcelona. En esas semanas se multiplican los piquetes de huelguistas que obligan al paro por la fuerza. En abril dos guardias civiles mueren al retirar banderas vascas en Baracaldo y Beasaín. En aquellos días se asesina a un industrial vasco, secuestrado días antes. Al mes siguiente, en Montejurra, dos jóvenes carlistas caen, en completa indefensión, tiroteados por comandos de extrema derecha. Ese mismo mes varios periodistas, en cumplimiento de su trabajo informativo, reciben malos tratos, no en desórdenes al aire libre, sino bajo techado, con lesiones certificadas médicamente en algunos casos.

Hasta aquí los hechos, o mejor, algunos hechos tomados de una realidad demasiado pródiga en ellos.

En resumen: el clima de violencia no ha sido vencido en nuestro país. Desciende o crece intermitentemente, sin que los españoles puedan celebrar la superación de sus enfrentamientos.

Somos todavía hoy el país europeo con la más alta estadística de víctimas por este concepto. En muertes, en atropellos a los derechos humanos.

Una sociedad ingresa en la nómina de las naciones desarrolladas no sólo por su producción de acero, su índice de crecimiento o su consumo de televisores. En la civilización se entra en el mismo momento en que se destierra el terror. Porque la barbarie, con su prirnitivismo o refinamiento, sólo se explica por la incultura, la patología o la desesperación. Por eso no basta ver los resultados, sino buscar los orígenes del proceso. Y en España, hoy junio de 1976, encontramos zonas en cuyo subsuelo hay extensas reservas de irracionalidad, de instintos de exterminio y, comprensiblemente, de miedo.

¿Qué país estamos haciendo? ¿Cuál ha sido el resultado de la dilatada paz? ¿Qué sociedad hemos construido en la que se asesinan agentes del orden por la espalda, se apalean mujeres, se asaltan Bancos para financiar la causa y se ametralla en los vía crucis?

¿Qué éxito hemos tenido para que estamentos, generaciones y provincias hayan vuelto la espalda, en los últimos diez años, a la España oficial para comprometerse peligrosamente en la disidencia activa?

Por encima de las opciones políticas, mucho más allá de las ideologías, está el problema de las conductas. A muchos españoles les importa poco lo que este o aquel personaje opinen sobre el bicameralismo. Todavía hay que aclarar explícitamente algunas cosas. Por ejemplo, si aún se sostiene que no hay que matar, ni humillar la dignidad de la persona, ni abusar de la fuerza o el anonimato, ni secuestrar, ni robar... Sólo después de un compromiso tan elemental puede empezar a hablarse de política.

La concordia sólo puede partir de un examen colectivo de conciencia y un reconocimiento de las prioridades morales. Hay, claro está, otras salidas, ya entrevistasen ocasiones recientes; pero la guerra civil, hoy, no se hace en los campos de batalla, sino con la guerrilla urbana, la tortura, la dinamita, el incendio, la inseguridad y, al final, la parálisis de la sociedad.

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