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La ruptura y el pacto

A muchos, supongo, las recientes declaraciones de Felipe González les habrán producido una decepción. Tanta, que no me extrañaría que fueran matizadas o puntualizadas. De la misma manera que los políticos del sistema han ofrecido en el exterior una imagen mucho más liberal que la que se derivaba de sus actitudes domésticas, los hombres de la oposición han mantenido un radicalismo terminológico imposible de homologar con los lenguajes realistas que utilizan las clases políticas de los países democráticos. Que la ruptura sea deseable no implica que sea posible, ni mucho menos que se diera la carambola de que, además de ser viable, resultara fácil. De la misma manera que constatar que resulta problemática y arriesgada no supone tampoco que no llegue algún día a producirse.Los reformistas y la oposición deben hacer un esfuerzo para entenderse. No digo para negociar, eso vendrá luego, sino simplemente para desistir de esta torpe voluntad de engañarse a base de utilizar términos ambiguos. Los reformistas, por ejemplo, deben dejar de hacer maniqueismo negando que deba producirse un periodo constituyente o que pueda producirse la ruptura. El período constituyente ya lo estamos viviendo. Y la ruptura ya se producirá. Pero la oposición, al propio tiempo, debe abandonar posiciones dogmáticas o simplemente altaneras. Y eso es lo que ha dicho Felipe González. No ha negado la ruptura, sino la posibilidad de una ruptura unilateral. Es decir, no ha establecido un juicio de valor; se ha limitado a constatar un hecho. No sólo no ha cometido una herejía, pues, sino que ha demostrado una abundante dosis de sentido común. De la misma forma que para los franquistas no resulta cómodo tragarse el sapo de que el Régimen que quiso ser imitado un día por las nuevas generaciones se desinfle y acomode a los valores occidentales, a la oposición no le resulta cómodo tragarse sus profecías ni sus incorrectos diagnósticos. Los santones de la primera situación, desde luego, no podrán admitir nunca que se equivocaron. De ahí que sólo la vejez, la muerte o el apartamiento de las posiciones de poder puedan abrir las puertas de la verdad histórica. Por eso mismo sería idiota que otros santones, colocados en la otra orilla, pretendieran con su poder de infalibilidad esperar a consumirse físicamente antes de admitir que muchas de sus predicciones ni se han cumplido ni se cumplirán. Yque, sin ir más lejos, el sistema no se va a derrumbar de la noche a la mañana y que si alguna vez se produce un golpe de Estado, no va a ser, a buen seguro, para convertir a la Platajunta en el Gobierno provisional.

El papel que a la oposición, se le reserva en este recital no es nada lisonjero. Amén de desdecirse, con las palabras o los hechos, le aguarda un porvenir escarpado y bronco. No sólo ha de entrar por las vías de una, legalidad que no ha negociado, sino que es más que probable que los primeros resultados electorales no sean demasiado brillantes como alternativa política. Pero después de tantos años del todo o nada, en boca de unos y otros, ahora se abre al menos el horizonte de un porvenir estable y sin violencias. Es un camino humilde, probablemente. Pero tampoco se puede decir que sea muy diferente del que grandes sectores del pueblo desean.

Pero si esto es así, y Fraga lo repite una y otra vez al decir que los reformistas han ganado, bueno sería que no pretendieran convertir su triunfo en goleada. Porque si ellos han ganado, la oposición también ha ganado. Si todo esto sucede, no es porque haya beatificas vocaciones democráticas dispuestas a ganar el cielo, sino porque existe, una impaciencia social que la oposición se ha encargado de mantener y avivar. Los reformistas, por consiguiente, deberían reconocer este hecho y conceder a la oposición la parte del mérito que le corresponde.

Por eso el pacto es imprescindible. De una o de otra forma.

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