El monopolio del patriotismo
Desde hace cuatro decenios, si no es desde hace cuatro siglos, hay en España una obsesiva inclinación por parte de las fuerzas sociales más «conservadoras» a monopolizar el sentimiento de amor a la Patria, su encarnación personal. Por encima del sustrato geográfico y humano de la nación, la Patria es identificada por esas fuerzas sociales con el haz, de ideas y creencias, a que ellas se apegan; creencias e ideas profundamente respetables en muchos de sus aspectos, pero que tales sectores reducen a una sola dimensión. Su inventario sería éste: la fe católica, en su interpretación postridentina; la Monarquía «tradicional» y el Estado autoritario y centralista; la autoridad verticalmente entendida, como emanación de un orden trascendente, severamente escalonado desde la cumbre a la base; la jerarquía de las clases, socialmente estructuradas en torno al principio económico y jurídico, intangible de la propiedad privada, con insuficientes gravámenes -administrativos y fiscales; y una constante preeminencia de los intereses individuales o grupales, sobre el principio de la solidaridad comunitaria.Los «otros» ciudadanos
Solamente quienes comulguen con esos «valores» y los defiendan ásperamente «usque ad mortern»,son, de verdad, españoles. Los otros, aunque hayan nacido en esta misma tierra, hablen la musma lengua, o una de las lenguas hermanas de las regiones periféricas, compartan las mismas vicisitudes físicas e históricas; cumplan, sus deberes cívicos generales, con honradez, y sufran y hasta mueran juntos en ocasiones límites, pero profesen otra fe religiosa u otra concepción general del mundo y de la vida; preconicen una diferente forma de Gobierno, propugnen la legítima autonomía de las regiones y de los pueblos o «nacionalidades» que convivan en el seno del Estado y propongan dar a éste una estructura federativa; revaloricen la libertad frente al autocratismo, no para caer en la anarquía ni en la violencia, sino para llegar a un orden. de convivencia genuinamente humano; añoren una sociedad sin clases o, al menos un grado mucho mayor de igualdad ascendente y pugnen por abrir caminos hacia una distribución más justa, más socializada de la riqueza nacional, sin desarraigo del, estímulo creador de cada persona en aquello que es legítimo. Todos esos ciudadanos los «progresistas», cuando no tildados de «revolucionarios» serían seres de otro planeta, hijos de otra Patria, si es que se les reconoce alguna. A esos hombres se les desfigura y zahiere desde los diversos focos del poder económico y político; se les calumnia imputándoles pasiones de subversión; se les califica como sicarios al servicio del extranjero o como desincuentes incorregibles y, si si tercia, se les encarcela o se les ejecuta.
Nada de esto es litteratura aberrante, sino muy dolorosa historia de años y años. Y cuando algunos hombres, originariamente insertos en aquellos sectores tradicionales, adquieren conciencia de la tremenda injusticia que entraña ese «monopolio del patriotismo», claman contra la desigualdad y buscan el respeto a la dignidad de todos cuantos habitan en las tierras de España, castellanos o vascos, andaluces o catalanes, canarios o extremeños, valencianos o gallegos todos, en fin sea cual sea su fe, su visión del mundo, sus afanes políticos, se les estigmatiza como prófugos o traidores.
Falso progresismo
No sería objetivo silenciar que puede darse ese tipo de monopolio en sentido inverso, desde un falso «progresismo» que pretenda identificar a España con la negación de todos los «valores tradicionales» y tache, a su vez, de «antipatriotas» a los «conservadores». Durante algunos períodos de los siglos XIX y XX se ha dado esa tentación en ciertos grupos de españoles «antitradicionales». Pero honradamente ha yque reconocer que fueron actitudes mucho más restringidas y efímeras, menos «patriorteras» aunque también rechazables.
Tales monopolios de patriotismo, nacen de la misma raíz que los «monopolios de la lealtad». Quienes los encarnaron son incapaces de entender que no hay lealtad más verdadera ni más imperativa que la lealtad del hombre a su propia conciencia y, junto a ella, la lealtad a su pueblo entero,
Por eso, en el umbral de esta nueva etapa histórica de nuestro país, urgé que todos tengamos el coraje moral de reconocer la lealtad y el patriotismo de cuantos viven y luchan en las tierras de nuestra compleja España. Sólo así, a fuerza de ver en cada posible adversario -como soñara Machado el mejor complemento de nuestra propia humanidad, acabaremos con esos monopolios (y con todos los.demás, del saber, de la riqueza, del poder), y conseguiremos construir entre todos individuos, regiones y pueblos- un Estado de libertades personales y de igualdad comunitaria. Sólo eso será una democracia verdadera. La democracia de una Patria plural y común.
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