“Quiero ver a Messi, ¿lo vamos a poder ver?”
Las autoridades modifican el recorrido del autobús con los campeones del mundo por seguridad; hasta que deciden sacarlos en helicóptero
“Mamá, quiero ver a Messi, ¿lo vamos a poder ver?”, preguntaba un niño mientras corría entre una multitud nerviosa hacia el Paseo del Bajo de Buenos Aires. Millones de personas se acercaron este martes al centro de la capital argentina con el mismo objetivo: ver a la selección de fútbol y festejar junto a ellos el título de campeones del mundo, el primero desde 1986. Lo que empezó como una fiesta se convirtió con rapidez en la locura total. La convocatoria hizo saltar por los aires cualquier previsión y los jugadores no lograron llegar a la ciudad en el autobús descapotable con el que habían salido de Ezeiza. El punto de quiebre fue el salto de dos personas desde un puente: una aterrizó en el vehículo; la otra cayó sobre la procesión de fanáticos que seguían al autobús a pie.
En el centro de Buenos Aires, la falta de señal telefónica por la aglomeración impedía saber lo que ocurría en el recorrido de los futbolistas. A las once de la mañana, antes de que salieran, ya no era posible acercarse al Obelisco. Dos horas más tarde, los aficionados ocupaban más de una veintena de cuadras de la 9 de julio, la avenida más ancha de Buenos Aires, por la que se había anunciado que pasaría la selección.
Las autoridades informaron entonces de un cambio de planes: por seguridad, el equipo iba a evitar el Obelisco, epicentro de las grandes celebraciones futbolísticas de Argentina. La gente corrió hasta la autopista 25 de Mayo y saltó las barreras de ingreso. Esa vía quedó inhabilitada también. De la 9 de julio la gente se dirigió hacia el Paseo del Bajo, la nueva ruta alternativa. Cada cambio generaba algo de desconcierto y angustia, pero se aplacaba con rapidez al llegar al nuevo destino. “Vale la pena, vale la pena esperar el tiempo que sea. Estoy muy emocionado porque puedo ver que todos los argentinos estamos disfrutando de esta fiesta, que tanta falta nos hace”, dijo Daniel Martínez, quien viajó desde la periferia oeste de Buenos Aires junto a su hija.
El domingo quedará grabado en la memoria colectiva argentina como un día histórico. El triunfo contra Francia en la final del Mundial permitió que los menores de 36 años celebrasen su primera Copa del Mundo. Para quienes tienen más de 44, es la tercera. Sin importar la edad ni la distancia a la que vivan de Buenos Aires nadie quiso perderse un festejo que ha unido a todo el país y ha relegado por unos días las preocupaciones económicas.
“Llegamos a las cinco de la mañana. Cuando terminé el turno en la pizzería fui a casa, me bañé, desperté a los chicos y vinimos para acá”, dijo Melina, quien buscó refugio del sol abrasador en los árboles de la plaza frente al Teatro Colón, el gran coliseo lírico de Buenos Aires. “Dicen que no van a ir a la Rosada, es una lástima, quería ver a Messi en el balcón, como Maradona”, agregó esta mujer de 42 años, que era una niña cuando su padre la llevó a alentar al Pelusa tras la victoria contra Alemania en el Mundial de México.
El presidente argentino, Alberto Fernández, decretó festivo para que todos los aficionados pudiesen participar de las celebraciones. Pese al calor, la aglomeración y las horas de pie, muchísimos resistieron. La felicidad colectiva se reflejaba en una marea humana que cantaba y saltaba sin cesar. “Muchachos, ahora solo queda festejar, ya ganamos la tercera, ya somos campeón mundial”, se corea en Buenos Aires de forma ininterrumpida desde hace 48 horas, cuando Argentina ganó a Francia. “Olé, olé, el que no salta, es Mbappé”, dice una nueva versión del popular himno contra los ingleses, hoy dedicado a la estrella de la selección gala.
La concentración de este martes ha sido una de las más grandes de la historia de Argentina. Los medios locales hablan de más de tres millones de personas. A lo largo de muchas cuadras fue imposible caminar; en otras, la única alternativa fue dejarse llevar por la riada humana. Los que vinieron de lejos aparcaron el automóvil sobre las aceras y los aficionados se subieron a cualquier lugar elevado que encontraron -como el techo de los kioscos, semáforos, farolas y rejas -para tener la mejor panorámica de la fiesta.
Carlos y Myriam, treintañeros, llegaron desde Olavarría, a más de 350 kilómetros de Buenos Aires. Se decidieron al enterarse de que el presidente había declarado festivo. “Mi papá no vino en el 86 y siempre se arrepintió”, contó Carlos después de asegurar que el madrugón valió la pena. “Esto es una locura, somos la mejor hinchada del mundo”, afirmó, orgulloso. A su lado, un grupo de adolescentes lanzaba espuma de carnaval al aire y alentaba a quienes empezaban a quedarse sin energía. “Dale, dale, campeóooooon”. El efecto contagio era inmediato: como una ola, el cántico comenzaba a reproducirse una y otra vez por toda la avenida.
“Elijo creer”
El autobús tenía previsto llegar a Buenos Aires poco después del mediodía. A las cuatro de la tarde, algunas familias, exhaustas, empezaron a volver a sus casas. El Obelisco y la Plaza de Mayo, en cambio, continuaban desbordados cuando el sol comenzó a aflojar. El calor y el alcohol llevaron a algunos aficionados a desprenderse de las camisetas y agitarlas al aire. “Elijo creer que vendrán a saludar”, decía un hincha argentino, en referencia a la frase que se popularizó durante el Mundial para resaltar las coincidencias entre Qatar 2022 y México 86.
La noticia de que los jugadores habían bajado del autobús para subir a dos helicópteros reavivó las esperanzas de que llegasen a la Casa Rosada o, al menos, de que la sobrevolasen. Al ver los helicópteros sobre la sede del Gobierno argentino, algunos aficionados empezaron a saltar las vallas puestas por la Policía y otros aumentaron la presión para llegar lo más cerca posible. Las caras de felicidad se alternaban con las de preocupación, en especial entre quienes intentaban salir de allí y no encontraban cómo hacerlo.
La vuelta anticipada de los jugadores a Ezeiza fue un baldazo de agua fría. “Tendríamos que haber ido cuando aterrizaron”, se lamentaba un grupo de amigos en la parada del autobús. Un niño lloraba desconsolado. Otros argentinos caminaban y seguían cantando, alentados por los automóviles que tocaban bocina.
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