Al estilo argentino
El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad
Abrazo de gol a Villoro:
estoy agotado, Granjuán, como veinte o treinta millones de mis compatriotas. Esos últimos minutos del partido contra Australia nos mataron: gran negocio para kinesiólogos, dentistas, cardiólogos, psicólogas; músculos duros, dientes rotos, corazones rajados por el miedo.
No sé si pudiste ver los dos partidos de Argentina de esta noche. Fue, como casi todo lo nuestro, una rareza. Podríamos haber jugado uno solo, pero no nos alcanzaba: ya conoces nuestra desmesura. Dos, entonces, y fue curioso que fueran con Australia. Hacia 1900 dos grandes potencias asomaban en el sur del sur: se parecían en su inmensidad, sus inmigrantes, su pujanza, sus rebaños, sus futuros tan prósperos. Argentina tiene, ahora, un producto bruto por cabeza de unos 10.000 dólares; Australia, de 60.000. Así que al fútbol teníamos que ganarles.
El primer partido duró 75 minutos y fue raro. Hubo tres tiros al arco y tres goles: en total, tres o cuatro minutos de juego productivo. En los otros 70 la Argentina practicó un juego que algunos de los mejores equipos –Brasil, España– vienen montando en esta copa: la posesión inútil o pasismo, enfermedad infantil del guardiolismo. La Argentina fue muy buena en ese juego: daban tantos pases para atrás como podían sin salirse por el fondo de la cancha y después intentaban adelantar un poco para poder dar otra tanda de pases para atrás. Cuando avanzaban nunca avanzaban en un solo movimiento: siempre se paraban en medio del ataque para dar algún pase –para atrás. Así, no veían el arco contrario ni a lo lejos. El propio, sí: los pases incluían a nuestro arquero que, para darle picante, se ponía a centímetros de perderla a centímetros de su arco. Durante un largo rato, entonces, los argentinos practicaron ese engaño supremo: te hacen creer que la tienen para algo pero la tienen para nada, por tenerla, para que no la tengas.
Hasta que de golpe, a los 34′ –en homenaje a sí mismo y a su edad–, Messi se decidió a ser Messi un momentito. Hasta entonces había perdido casi todas las que había jugado; de pronto la agarró en el área y la mandó a guardar en un rincón: volvió a ser Messi. En su partido 1.000, su gol 789: aquí en Francia la suma de esos dos números significa algo. Hace mucho que Messi destronó a todos los reyes.
Y a los diez del segundo tiempo el arquero australiano también quiso hacer su guardiolismo, la perdió, la Argentina y Julián Álvarez metieron su segundo gol. En una hora de partido la Argentina había pateado dos veces al arco y ganaba 2 a 0. Su mediocampo con el mejor Fernández –la Argentina es un país que rebosa de Fernández– y el hijo de McAllister –su padre jugó el partido de repesca en 1993 en que la Argentina dejó afuera a Australia– funciona, es bueno en esto de dar pases. Y el joven Álvarez es un perro de presa distinguido, siempre en la jauría con De Paul, que de distinguido tiene poco. Y Leo Messi decidido a ser Messi todo el rato: era un placer mirarlo.
Fue un momento un poco inverosímil. De pronto todo se volvió dulce, amable, brillante incluso por momentos: la Argentina controlaba, atacaba, se floreaba y creyó que iba a ganar cómodo, tranquilo, de un modo tan antiargentino. Pero no: hay esencias, una forma de ser, así que, justo entonces, se acabó el partido.
Y empezó el segundo: el despelote. O, para usar una de las pocas palabras que hemos conseguido introducir en la lengua últimamente, el gran quilombo. Un tiro aussie perdido se desvió para entrar en el arco del Dibu, las cabalgatas de Messi terminaban en la burricie de Lautaro, los australianos se venían, la Argentina sufría, cortaba clavos con los dientes, se fruncía. Tendrías que haberlo visto, Granjuán: el espectáculo de una nación despavorida. Fue epiquito. Hasta que, en el último segundo, Australia estuvo a punto de empatar y el Dibu Martínez la salvó in extremis. Se oyó un suspiro inmenso –tantos millones de suspiros– y se acabó el partido y nos clasificamos para jugar los cuartos. Esta noche hay bruta fiesta en Daca.
(Y el próximo es el viernes con Holanda. Más temprano, en un partido sin luces, los Bajos se dedicaron a hacer solo los goles que necesitaban; Estados Unidos, a hacer todo salvo los goles que necesitaban. En un momento metieron uno sin querer, de triste carambola, pero se despidieron de la Copa del Mundo con un ejemplo de tolerancia y corrección política: hicieron cuatro faltas en todo el partido. Holanda, en cambio, se mostró como una candidata seria –a perder los cuartos en los cuartos.)
En fin, que el partido terminó hace media hora, estoy agotado y no quiero agotarte con más vueltas. Ayer deplorabas, Granjuán, la “condición posthumana” que se nos viene encima, máquinas mediante. Y festejabas la humanidad de dos grandes goleadores: Cristiano, el que no lo parecía, y Luis Suárez, el que siempre lo pareció demasiado. Mi imagen de humanidad de hoy es la del Fideo Di María en el banco argentino cantando con la hinchada, siguiendo el ritmo con una botellita en un parante. Supongo que eso es, para los jugadores, la esencia del Mundial: una vez cada cuatro años los mercenarios mejor pagados del planeta se dan el lujo de ser hinchas del equipo donde juegan. Y por eso disfrutan, sufren, se atontan, se animan como nunca. Por eso, supongo, los miramos –y para ver si, pese a todo, nuestros países persisten en su esencia.
Abrazo.
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