Lo que se dice del Real Madrid
Es pronto para dar al búfalo por cazado. Ilusionarse con los tropiezos del gran rival suele ser el camino más recto hacia el desánimo

Paseaba alegremente por la Gran Vía, al fresco, disfrutando de la magia de la radio y unas calles casi vacías cuando, sin previo aviso, uno de los periodistas dijo eso de “el Real Madrid es, ahora mismo, decimoséptimo”. Decimoséptimo. He de reconocer que no sucumbí al mareo porque uno ya no tiene edad para reacciones físicas de quinceañero, pero durante unos segundos permanecí perplejo mirando a la nada y pensando en qué sería del imperio Inditex —justo en ese momento circulaba frente al escaparate de un Zara— el día que alguno de sus gerifaltes normalizase este tipo de resultados.
Tampoco hablamos de algo definitivo, ni mucho menos: conocemos lo suficiente al equipo blanco para no creer en hundimientos tempranos y cojeras irreversibles. Por eso sorprende el nivel de dramatismo al que parece capaz de someternos un equipo construido sobre tantísimas garantías de éxito que cualquier pequeño fracaso se convierte en un tortuoso camino para enterrar a la madre, entiéndase bien la analogía. Son días donde todo el mundo habla. Y donde se dicen demasiadas cosas, incluido un Carlo Ancelotti que por regla general prefiere pecar de cauto a llevar demasiada razón. Ayer, sin embargo, apareció en sala de prensa y verbalizó un atrevido “no puedo decir que mis jugadores son vagos, pero en este momento no somos capaces de hacer un trabajo colectivo eficaz”. No es poco tomate, pues todos conocemos la importancia de la primera proposición en cualquier adversativa.
De los futbolistas solo salió a dar alguna explicación Lucas Vázquez: capitán, gallego, veterano... No dijo gran cosa, para alivio de sus compañeros y mayor cabreo de una afición que empezó a desalojar el estadio mucho antes del final: ni vamos Real, ni rabo de gaitas. La noche del Barça, con medio estadio en shock y algunos cabestros profiriendo insultos racistas, ninguno de los protagonistas blancos se molestó, siquiera, en plantarse frente a uno de los micrófonos de prensa, o del propio club, para tranquilizar a su afición. O para denunciar un atropello, cualquier cosa. Vivimos tiempos líquidos en los que el futbolista entiende el oficio como una obligación y la comunicación como un entretenimiento, de ahí que acostumbren a dedicar más tiempo a sus redes sociales que al formato clásico.
Lo mismo ocurre con sus familias, tan amantes y protectoras de los suyos que a menudo se llenan de balón en público, con el correspondiente peligro para la integridad emocional del madridismo. “Tengo que cerrar esto porque me llevan presa”, estallaba Mina Bonino, la esposa de Federico Valverde, nada más terminar el partido. “Donde mejor juega Fede es de pivote... ¿Cuándo van a entender de una puta vez que no es extremo?”. Igual le sobra el exabrupto, pero razón no le faltaría. O no seré yo quien se la discuta, por mucho que los mensajes terminasen por desaparecer y Bonino denunciara el hackeo temporal de su cuenta: “Me tienen podrida”.
Es pronto para dar al búfalo por cazado. Ilusionarse con los tropiezos del gran rival suele ser el camino más recto hacia el desánimo, pues todos recordamos a nuestras madres arropándonos en la cama y ofreciéndonos leche caliente tras la enésima resurrección del Real Madrid. La felicidad prestada juega siempre con ventaja. Nos ofrece una impresión de eternidad que jamás cristaliza y, al final, como esos cartones que el viento dispersa vagamente por la Gran Vía, descubrimos que, una vez más, nos encontramos a merced de los elementos. Y menudos elementos: Mbappé, Vinicius Jr., Valverde, Bellingham, Rodrygo, Modric... Callar, al menos de momento, como el ir a misa, no nos hace ningún mal.
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