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Blogs / Deportes
El Montañista
Coordinado por Óscar Gogorza

De mito de la escalada a cura en un monasterio

En 2006, el suizo Didier Berthod lo dejó todo y estudió teología, y casi tres lustros después vuelve a las paredes

Didier Berthod
Didier Berthod, en 2003, en la fisura Greenspit, en el Valle del Orco (Italia).Fred Moix

Didier Berthod desapareció de la escena de un día para otro. Lo ubicaron recuperándose de una grave lesión de rodilla en un monasterio, pero en realidad ya había abandonado la vida que había conocido hasta entonces. Apenas contaba 25 años. Era el año 2006. Escalador de élite, valiente, fuente de inspiración… el joven suizo marcaba tendencia en el mundo de la escalada en fisuras. Brillaba con un carisma que apenas necesitaba verbo. Sus gestos y gestas hablaban en su lugar. Los patrocinadores se lo rifaban. De puertas afuera, Berthod parecía reinar en ese mundo de camaradería, vida sencilla, economía de medios y comunión con la naturaleza.

Nadie supo ver sus contradicciones internas, su dolor, su tristeza, quizás porque su cuerpo seguía expresando lo contrario. Sus movimientos afirmaban la rutina de un fanático de la escalada: ser más fuerte, cada vez más, entrenarse y escalar duro, ser el primero. Llegó a hacer dominadas con un solo dedo. Con el diagnóstico de una rodilla maltrecha en la mano, Berthod no se sinceró con sus compañeros de cuerda, ni con la productora que le perseguía para grabar la primera ascensión en libre de la fisura más difícil del planeta, bautizada como Cobra Crack (Canadá). No reveló sus pensamientos a nadie que tuviese nada que ver con el mundo de la escalada. Llamó a su madre: “Hoy es un día maravilloso. Me he roto la rodilla. Ya no soporto más escalar. Al fin puedo dejarlo”.

Uno de los últimos planos que rodó la productora Sender Films, hoy famosa por documentales tan notables como Dawn Wall o The Alpinist, enfoca a un Didier Berthod apoyado en sus muletas, que sonríe mirando a la cámara mientras reconoce que su única motivación para escalar Cobra Crack era errónea: “Viajé hasta aquí solo para satisfacer mi ego y mi vanidad, para ser el primero”. Allí donde la rabia y la frustración propias debían llenar la pantalla, solo aparecía un análisis desprovisto de dramatismo, una suerte de paz y de aceptación que no casaba con la expresividad del suizo. Ante la cámara, sin que nadie lo supiese, se estaba despidiendo.

Efectivamente, en 2006, Berthod, de familia católica practicante, conoció a un cura con el que entabló una relación de confianza que terminó por conducirle a las puertas de un monasterio franciscano donde entró, cerrando a sus espaldas todo lo que había sido su vida hasta entonces, familia incluida, a la que tardó 10 años en volver a ver. Su clausura puso punto y aparte a una vida de “imitación”, en palabras suyas. Descubrió la escalada a los 12 años de edad y enseguida destacó, pero a los 18, una revista de escalada alteró su percepción del mundo vertical. Fisuras sin fin, elegantes, se perdían pared arriba en unas imágenes que cambiaron su percepción de la estética de la roca. Se propuso ser el mejor escalador de fisuras del planeta porque pueden protegerse mediante seguros de fortuna, lo que añade a este tipo de escalada una variable de aventura y riesgo controlado del que carece la escalada deportiva.

Didier Berthod
A la izquierda, Didier Berthod el día que fue ordenado sacerdote.

El todo enamoró a Berthod. En 2003, en el valle del Orco italiano, descubrió una fisura que discurría por un techo de unos 12 metros equipada con seguros fijos. Los arrancó, y se enfrentó a ella con medios aleatorios. Cuando logró escalarla en libre, resultó ser la fisura más difícil de Europa. Estaba listo para viajar a la conquista de las legendarias fisuras de Estados Unidos y Canadá. Aparentemente, Berthod era feliz, satisfecho de haber sabido encontrar su lugar en el mundo, su manera de expresarse, una identidad propia. Durante un tiempo, formar parte de algo en el mundo de la escalada le concedió la fuerza para pagar el precio cuando uno se ha propuesto ser el mejor en algo. Sin entrenador, aprendió a ser más fuerte, sin método alguno, sin un plan. El dolor fue su termómetro… pero más tarde todo esto se le hizo pequeño, se vio atrapado en un sueño adolescente, donde el buen rollo, las cervezas junto al fuego, la acampada libre, dejaron de llenarle.

Era un estilo de vida hueco. La vida debía poder ofrecerle algo más, algo de mayor trascendencia, se repetía un día tras otro. Pero su cuerpo marchaba en la dirección opuesta a sus pensamientos, necesitado de adrenalina, de retos y esfuerzo. En el documental Fissure, dirigido en 2018 por Christophe Margot, Didier Berthod explica su dicotomía: “Me sentía como un yonqui, alguien necesitado de su dosis diaria de escalada y si no llegaba, me podía enfadar. Lo odiaba porque esta necesidad me impedía ser libre. Necesitaba sentirme libre, y eso me lo dio la religión, eso y la posibilidad de trabajar mis heridas del pasado”.

El mundillo de la escalada quedó perplejo cuando Berthod desapareció de las portadas de las revistas del momento. “Está claro que los que no me conocían profundamente pensaron que en 2006 se me fue la olla, pero los más próximos sabían que yo era religioso y que me preguntaba a menudo por el sentido de la vida. Sobre todo porque varios amigos y algún familiar se había suicidado, lo que dejó muchas preguntas sin resolver en mi interior”, explica en el documental. Pero Berthod se apartó del mundo por más razones: había dejado embarazada a una chica canadiense. Fruto de esa relación, hoy tiene una hija de casi 17 años a la que prácticamente acaba de conocer.

Didier Berthod
Didier Berthod, en su etapa como monje.

En 2018, Berthod fue ordenado sacerdote… y empezó a escalar casi 14 años desde la última vez que se calzó unos pies de gato. Recuperó la misma marca que le patrocinó casi tres lustros atrás: Scarpa. Toda una declaración de principios. Tenía 38 años. Entre 2006 y 2010 pasó cuatro años en un monasterio. De 2011 a 2015 invirtió cinco años en un pueblo suizo estudiando teología y tres más preparándose para ser sacerdote. “Es decir, muchos años involucrado al 100% en un cristianismo radical sumamente espiritual. Llegué a pensar que sería monje hasta el fin de mis vidas, o misionero. Pero dejé el monasterio y la religión dogmática en 2020: no quería ser un fundamentalista católico, aunque sigo siendo cura. Sigo amando el mensaje de Cristo y sigo estudiando teología. Descubrí que podía ser religioso sin apartarme de la sociedad y eso me ha liberado para acometer tareas sin finalizar que tenía pendientes en mi vida, como conocer a mi hija y regresar a la escalada. Ahora puedo hacerlo todo: escalar, vivir, seguir a Dios…”.

Berthod se entrena a las órdenes de un amigo cuatro o cinco días semanales. Las fisuras siguen siendo su objetivo predilecto. Su cuerpo enjuto tras años de reclusión ha recuperado parte de su musculatura, necesita volver a sentirse fuerte, pero ya no necesita ser el mejor. El fuego de la escalada que antes todo lo arrasaba ha quedado atrás. En su lugar, asegura, quedan unas brasas que ahora le reconfortan. También ha aprendido a valorar las relaciones humanas que le ofrece la escalada. Su mensaje es transmitir a los que se le acerquen su alegría de vivir. En su parroquia de Collombey-Muraz (Suiza) celebra misas, bautizos y entierros, además de atender a personas solitarias que acuden a su encuentro.

Casi a punto de cumplir 42 años de edad, Berthod ha alcanzado cierto equilibrio vital. “Me ha costado mucho, pero he encontrado la manera de ser humano en la humanidad. He necesitado tiempo para descubrir quién soy, qué misión tengo. Cuando escalo no intento llevar a nadie a la iglesia y en la iglesia no voy de cura guay que escala”, advierte.

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