Los gemelos Ravier: eran dos pero parecían veintidós
La muerte de Jean rompe la cordada de hermanos más audaz, eficaz y admirada de la historia del pirineísmo
Entrevistar a los hermanos gemelos Jean y Pierre Ravier habrá sido un sueño que ya no se cumplirá. Un pesar. Jean falleció a finales de septiembre camino de cumplir 89 años de una vida de aventura, fraternidad y comunión con la naturaleza imposible de glosar. En las décadas de los 50, 60 y 70 del pasado siglo, la cordada indestructible perfeccionó el maravilloso juego del pirineísmo de dificultad, la búsqueda incesante, sistemática y brillante de itinerarios verticales a ambos lados de los Pirineos. Todavía hoy resulta un galimatías explicar cómo los dos franceses fueron capaces de estrenar más de 200 vías de escalada con el material de la época, escalando solo los fines de semana, formando sendas familias y sin haberse entrenado jamás. Quizá baste decir lo que muchos apreciaban: eran dos, pero parecían veintidós.
Ni un solo día de carrera a pie. Ni una mísera dominada. En el taller de piezas de recambio para automóvil que regentaban, las piezas se hallaban distribuidas en estanterías elevadas: jugaban a escalarlas, a moverse de una a la otra como los acróbatas en el trapecio buscando un amortiguador aquí y un filtro de aceite allá… Hoy en día, los escaladores creen en el dios del entrenamiento y cada vez son menos los que sueñan con medirse a alguna de las vías históricas de los Ravier, obviando quizá que su fuerza nunca estuvo en los bíceps sino en su psique. De hecho, las primeras montañas que vieron fueron de papel. Procedían de los relatos de los libros que devoraban con ansiedad y esto lo explica casi todo. Explica por qué eran capaces de crear una vía de escalada antes de llegar a escalarla. Recopilaban fotografías, relatos, y biografías de sus modelos con los que confeccionaban pequeños murales. Querían saber a qué atenerse y qué hacer para ir un paso más allá tanto en la dificultad como en la ética que fabricaron: inteligencia para hallar las debilidades de la roca, economía de medios y la voluntad de ser un eslabón más en la historia del pirineísmo, nunca por ego, siempre en atención a un sentimiento de montaña donde la pureza y la serenidad de las alturas era el premio a alcanzar.
El hijo de Jean, Christian, es un guía de montaña que supo recoger con idéntica modestia el mapa sentimental de su padre y de su tío para ampliar sus márgenes y abrir nuevas vías no solo en los Pirineos sino en Marruecos, Jordania, Omán, Grecia, Turquía, Irán, Arabia… Cenando en el refugio de Pombie, a los pies del Midi D’Ossau, una montaña que los hermanos Ravier amaron hasta el punto de firmar 15 líneas nuevas que hoy en día siguen siendo un reto, Christian comparte sus recuerdos. ¿Cómo era la relación entre su padre y su tío? “Muy sencilla. Mi padre siempre escalaba de primero y mi tío le aseguraba. Pero era mi tío el que descubría los itinerarios, las líneas, quien descifraba los secretos de la roca. Casi siempre escalaban juntos, pero lo más gracioso es que cuando no lo hacían, mi tío escalaba de primero sin problema alguno. Es decir, que como cordada habían asumido esos roles y siempre funcionaron con ese reparto de tareas”, explica Christian. ¿Puede que fuese al revés? ¿Era Pierre el ejecutor y Jean el ideólogo? Poco importa. Para dos personas que siendo gemelos nacieron naturalmente encordadas, no cabe imaginar pareja de escaladores más unida. Hoy en día, se quejan los escasos jóvenes que aspiran a escalar en montaña, resulta muy complicado encontrar un álter ego, alguien en quien confiar, alguien que busque lo mismo que uno en la asunción de los riesgos inherentes a la escalada en terreno de aventura. No ayuda la deriva de una sociedad que premia el individualismo, que alimenta la desconfianza.
Los Ravier siempre se tuvieron el uno al otro. Siempre escalaron con botas, nada que ver con los modernos pies de gato que ofrecen una sensibilidad y un agarre impresionantes. Incluso cuando todos usaban pies de gato, ellos seguían fieles a sus botas y a su ética. Tampoco escalaban con arnés, sino con la cuerda atada a la cintura. En su época, los pitones de roca y los tacos de madera constituían el único seguro posible, mientras que hoy apenas se usan, sustituidos por los modernos seguros fijos o por los seguros flotantes. En 1964, uno de sus amigos, Raymond Despiau, colocó el primer seguro de expansión en una vía pirenaica: los Ravier, jamás. La roca, confiaban, les regalaría las presas necesarias para subir sin caerse. La caída no era una opción en su caso: muy posiblemente se hubieran matado juntos de haber sufrido un problema serio. Entonces, si escalaban con botas y con la obligación de martillear la roca cada dos por tres, ¿escalaban en artificial? “No, en absoluto. Mi padre y mi tío no conocían las técnicas modernas de artificial. Nada de colocar un clavo de roca, colgarse, sacar los estribos, encaramarse, clavar otro pitón… Podían colgarse de los clavos para descansar o para mirar por donde seguir, pero la mayoría de los pasos los hacían en libre”, confía Christian.
Cuando uno escala alguna de las vías de los Ravier en Ansabere, Midi D’Ossau o en Ordesa, pierde su ego: ¿qué fuerza los alimentaba para exponerse a semejante compromiso? Hoy en día, el reto atlético lo preside casi todo en el camino de los escaladores hacia las montañas. Escalador, en cambio, era un término casi peyorativo a oídos de los gemelos. Nunca redujeron su viaje a un asunto gimnástico: perseguían un fin mucho más intangible, deseaban explorar los Pirineos, culminar su conquista, saciar su curiosidad, mirar con ojos diferentes las mismas montañas que otros trataron de entender antes que ellos. Decían que perderse en las montañas les ayudaba a regresar a su vida cotidiana. Su confianza era tal que a menudo invitaban a sus amigos a participar de una primera ascensión, felices de permitir a otros conocer una forma de vida insospechada. Algunos regresaban espantados; otros apreciaban el sabor de la aventura el resto de sus existencias.
Al Himalaya
La fuerza de los Ravier era una suerte de obstinación serena. Nunca una obsesión que alterase su vida doméstica. Jamás decían hacia dónde partían el fin de semana, como si anunciarlo pudiese interferir en su búsqueda de la sencillez, de la exploración, de la soledad o de la oportunidad de redescubrirse frente a la montaña. En 1954, poco antes de conquistar la pared norte de la Gran Aguja de Ansabere, uno de los rincones pirenaicos más bellos y de resonancias dolomíticas, los Ravier se quedaron observando el gran techo de roca que había repelido tentativas pasadas: “¿Pierre, no querías formar un hogar? He aquí al menos su tejado, un bonito tejado”, lanzó Jean. Esa noche de 1954 protagonizaron el primer vivac en pared de la historia del pirineísmo.
Las élites alpinas de Chamonix, incapaces de imaginar la talla de las aventuras que se desarrollaban en los Pirineos, menospreciaban el escenario y a sus actores. Solo el gran Lionel Terray supo que se encontraba frente a dos superdotados cuando conoció a los Ravier. Antes de enfrentarse en 1962 a la conquista del Jannu (7.710 metros, Nepal), Terray impuso la presencia a su lado de Jean Ravier. Sin él, aseguró, no habría expedición. Fueron juntos y volvieron con una de las cimas más severas del Himalaya.
Pierre era la mitad locuaz de la cordada y Jean prefería quedarse un paso atrás cuando se trataba de explicarse ante los medios de comunicación o frente a los curiosos. “Jean era un superdotado, mucho más eficaz que yo a la hora de resolver los pasos de escalada. Todavía hoy no me explico cómo pudo pasar por según qué sitios, pero siempre supe que podría, que lo haría”, solía afirmar. Su gemelo, su mitad, ya no está para mirarle en silencio y replicar para sus adentros que el secreto estaba en la confianza mutua.
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