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Blogs / Deportes
El Montañista
Coordinado por Óscar Gogorza

El misterio de las novias del Mont Blanc

La primera ascensión femenina al techo de Europa llegó en 1808 como un gesto para lograr notoriedad y ganar clientela para una modesta posada

Marie Paradis
Un grabado de Marie Paradis.

El gran asunto del alpinismo, su mayor misterio, no tiene que ver con montañas sino con personas. En las motivaciones de sus actores y actrices encontramos casi toda la base épica y literaria de una actividad tan fácil de explicar como complicada de entender. Aunque, a veces, no haya nada que explicar porque la motivación resulta obvia y pública.

Fue el caso de Marie Paradis, la primera mujer que escaló el Mont Blanc (4.810 m): no esgrimió argumentos científicos o curiosidad alguna por descubrir el misterio de las alturas. Su motivación fue absolutamente prosaica y, de hecho, se puede decir que fue el primer caso de mercadotecnia fundado en el alpinismo. Sencillamente, Marie Paradis sumó dos y dos y se dijo que si se hacía famosa, podría ganarse mejor la vida sirviendo comidas en Chamonix. Necesitaba salir de la pobreza. No sabía ni leer ni escribir. También fue de las primeras personas ajenas a las élites burguesas y aristocráticas en pisar el Mont Blanc, iniciativa alentada por los guías de montaña locales que se empeñaron en que el pueblo llano participase de la aventura de las cimas.

En 1786, el guía Jacques Balmat y el médico Michel Paccard conquistaron el Mont Blanc, pero en 1808 la alta montaña seguía siendo un espacio misterioso y tenebroso para cualquiera que no fuese Balmat, quien seguía guiando hasta lo más alto a aristócratas suizos e ingleses. Habían pasado 22 años desde su sonada conquista, pero la cima del Mont Blanc apenas había conocido una veintena de ascensiones.

Los relatos de la época difieren: unos dicen que fue Balmat quien insistió a Marie Paradis para que se midiese a la montaña, pero en un relato del escritor Alejandro Dumas (autor de Los tres mosqueteros) se refiere que fue ella quien salió al paso del guía para pedirle hueco en la expedición que lideraba guiando a cinco varones, todos habitantes de Chamonix. Paradis tenía entonces 30 años y trabajaba como posadera. Deseaba una vida mejor, lo que explica su valentía, impropia de la época.

Henriette D ‘ Angeville.
Henriette D ‘ Angeville.

La excursión duró tres días y fue un calvario para Marie Paradis: en las cercanías de la cumbre, el mal de altura afectó severamente a la joven, vestida con falda, como marcaban los cánones estéticos y púdicos del momento. Paradis resbalaba, jadeaba y sufría tanto que en un momento pedirá que la tiren “al fondo de una grieta y que cada cual se marche donde le plazca”. Pero nadie la abandona: Balmat y el resto de sus acompañantes tiran de ella, la empujan, y se relevan para sujetarle ladera arriba. “Sentí mis piernas desfallecer y le pedí a Balmat que aminorase la marcha, como si fuese a él a quien le faltase el aire”, escribe Dumas tras entrevistarla. Algunos relatos llegan a afirmar que alcanzó la cima (el 14 de julio) a lomos de sus acompañantes; otros, en cambio, aseguran que fue capaz de plantarse en lo más alto por sí misma. Todos felices en el punto más elevado, ríen y le ofrecen toda la extensión que alcancen sus ojos como dote.

De regreso, Chamonix celebra su gesta y la heroína Marie Paradis se traslada a una casa donde, desde entonces, cocinará para dar de cenar a todas las expediciones que regresan del Mont Blanc. Con todo, la historia del alpinismo encuentra dificultades para reconocer a Marie Paradis como la primera alpinista. No se discuten los hechos, sino las motivaciones. Y esto explica que las crónicas se inclinen por señalar a Henriette d’Angeville como la primera alpinista pura: fue la segunda mujer que pisó la cima del techo de Europa, 30 años después de que lo hiciese Paradis.

Las diferencias son enormes. Aristócrata soltera y sin hijos, D’Angeville sufrió un verdadero flechazo la primera vez que divisó la blancura del Mont Blanc, disparando la necesidad de pisar un día sus laderas. Privilegios de su clase, D’Angeville se prepara a conciencia: visita al médico y éste le instruye acerca de los peligros del mal de altura, garantizándole fuertes dolores de cabeza. Nada de qué preocuparse salvo que empiece a escupir sangre, le asegura. D’Angeville se entrena incluso: desde pequeña ha realizado grandes paseos de media montaña y sabe que necesita unas piernas “robustas” para medirse al reto, así que en Chamonix realiza todas las excursiones a la moda. También sabe que necesita disponer de las máximas comodidades in situ para tener todo de su parte: sus seis guías viajan cargados como mulas con provisiones para tres días y todo lo necesario para pasar la noche a 3.000 metros sobre el nivel del mar.

Todavía no existen los refugios de montaña, así que la aristócrata duerme entre pieles y mantas y, allí mismo, cambia su falda por una especie de pantalón que se ha hecho coser para estar más cómoda. Nadie puede verla así en sociedad, porque resulta indecente para la época, pero todo vale camino de su anhelado sueño. La aristócrata francesa cuida incluso su dieta y decide cambiar el habitual vino por té, comer poco pero ingerir alimentos que le den fuerza. Henriette d’Angeville aporta algo fundamental a la historia del alpinismo: una pasión genuina, un amor por las cimas que va más allá del capricho de una mujer rica a la que aburren las distracciones mundanas. El alpinismo recreativo no llegará hasta 1860, más o menos, pero ella reivindica su libertad para expresarse de acuerdo con un sentimiento verdadero como es la necesidad de salir al encuentro de la naturaleza más salvaje.

Una fiesta en Chamonix

Su ascensión del Mont Blanc no fue un camino de rosas. Efectivamente, sufrió mal de altura, pero nunca quiso renunciar e incluso tomó notas para su diario y se midió el pulso a diferentes altitudes: tenía 64 pulsaciones en reposo y llegó a medirse 136 mientras esperaba a que sus guías tallasen peldaños en la nieve helada.

DEP 38 F03   Foto 3: Dos escaladores con el Mont Blanc de fondo.
DEP 38 F03 Foto 3: Dos escaladores con el Mont Blanc de fondo.

Cuando la debilidad acecha, D’Angeville pide a sus guías que si fallece, la lleven hasta la cima y la dejen allí. Pero nada trágico ocurre: D’Angeville solo considera que las vistas desde la cima no están a la altura de sus expectativas. Su guía principal, saltándose los códigos de la época, la abraza, y junto a otro guía la eleva del suelo para que conste que ella ha llegado más alto que “cualquier otro hombre”. De regreso, Chamonix organiza una gran recepción y una fiesta para celebrar el triunfo de la aristócrata, que cuenta 44 años de edad. La primera en felicitarla es Marie Paradis, que cuenta ya 60 años y morirá un año después. Paradis quiere dejar claro que el honor de la primera ascensión real debe recaer en D’Angeville. “A mí me arrastraron, portearon y empujaron ladera arriba”, reconoce sin rubor.

Desde entonces, se conoce a Henriette d’Angeville como la novia del Mont Blanc, y seguirá acumulando cimas hasta los 69 años, demostrando que su pasión no solo fue genuina sino adelantada a su época. Han pasado más de 200 años desde los sufrimientos de Marie Paradis en las pendientes hoy domadas del Mont Blanc, donde los guías siguen encordando a clientes variopintos: unos, camino de la aventura de sus vidas, y otros, de una foto que acumula likes en las redes sociales.

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