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DEPORTES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y algunos (como Nadal) creen que ya está todo hecho

El tenista utilizó un argumento tramposo: la raíz del problema no es lo que les pagan a las mujeres, sino la base sobre la que capitalizar su talento

Venus Williams posa con el trofeo de Wimbledon logrado en 2007 frente a Marion Bartoli.
Venus Williams posa con el trofeo de Wimbledon logrado en 2007 frente a Marion Bartoli.Clive Brunskill (Getty Images)

En el año 2007, Venus Williams se plantó en una reunión llena de ejecutivos de Grand Slam, les pidió que cerraran los ojos y les dijo con emoción: “Imaginad que sois una niña pequeña. Estás creciendo. Entrenas lo más fuerte que puedes, con chicas, con chicos. Tienes un sueño. Luchas, trabajas, te sacrificas para llegar a esta etapa. Trabajas más duro que cualquier persona que conozcas. Y cuando lo consigues, te dicen que no eres lo mismo que un niño, que no mereces lo mismo”. Venus Williams tenía el bagaje suficiente como para aparecer en una reunión repleta de hombres trajeados y soltarles una frase que parece sacada de un guion lacrimógeno de Hollywood, si no de una taza motivacional. Pero más allá del talento, sobre su argumento albergaba una realidad incuestionable: sus partidos eran más vistos que los de muchos de sus colegas masculinos.

El tópico de que ellas interesaban menos se anulaba con su mera presencia, ella misma era la demostración más elocuente. Rafael Nadal volvió a caer hace unos días en ese estereotipo cuando dijo que él cree en la igualdad de oportunidades, pero no en la igualdad salarial. “No soy hipócrita. No quiero decir cosas que me son fáciles de decir, pero no pienso. La inversión para mí debe ser la misma para hombre y mujeres. Las oportunidades, las mismas. Y los sueldos. ¿Los mismos? No”, afirmó en una entrevista en La Sexta. Hay que reconocerle a Nadal una férrea fidelidad en sus convicciones, ese modo casi espartano con el que siempre despliega su argumentario. Pero Nadal utilizó, de nuevo, un argumento tramposo. Porque la raíz del problema no es lo que les pagan a las mujeres, un cliché sostenido históricamente sobre las comparaciones físicas directas y sobre el interés mediático: la raíz del problema es la base sobre la que ellas tienen que capitalizar su talento.

Cuando ponemos la igualdad salarial en el centro del debate, diluimos todas las pequeñas cosas que lo permiten, especialmente un marketing y una promoción absolutamente desiguales. Si la inversión y las oportunidades fuesen las mismas, como mentaba Nadal, potencialmente también lo serían los salarios. El pasado viernes la selección femenina de fútbol jugó la semifinal de la Final Four en La Cartuja, ese estadio en el que dan ganas de empadronar a tus enemigos, un estadio tan imbancable que hasta alberga un centro de Crossfit. Cuenta Sandra Riquelme en ‘Relevo’ que mientras en Francia, donde se jugaba la otra semifinal, las entradas salieron a la venta el 20 de diciembre, en España lo hicieron el 12 de febrero, a pocos días del partido, con una web que funcionaba a trompicones y sin apenas promoción.

Es fácil imaginar que si la selección masculina se hubiese jugado en Sevilla su clasificación para unos Juegos Olímpicos, la Federación hubiese llenado la ciudad de carteles en marquesinas, banderolas en farolas y reclamos lustrosos. El fútbol femenino brilla pese a décadas de desinterés público, rechazos institucionales y una agobiante falta de financiación. Brilla pese a que las mujeres tienen poco o directamente ningún poder, voz o influencia dentro de las estructuras de toma de decisiones. Parece que algunos deportistas conviven con la delirante sensación de que ya se ha logrado la igualdad en el deporte, superado casi mediáticamente el caso Rubiales. Ya está todo hecho. Otros directamente creen que la igualdad es una causa injusta, un postulado demagógico y oportunista. Parece que hablar de igualdad en el deporte, y en cualquier ámbito en general, se ha convertido estos días en un reclamo torpe, pesado y apático. No estamos ni en la prórroga.

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