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Roglic atormenta a Evenepoel en el Giro de Italia

El campeón del mundo entra en pánico ante un ataque del esloveno en una cuesta de tres kilómetros y pierde 14s en una etapa ganada por Ben Healy

Carlos Arribas
Giro de Italia 2023
Roglic, al ataque en la cuesta de los Capuchinos de Fossombrone.Fabio Ferrari/LaPresse FerrariFabio (LAPRESSE)

El Giro es un juego de apariencias. El primer día, en un carril bici, Remco Evenepoel rueda a 58 por hora y da la impresión de que nadie en la vida podrá alcanzarle nunca, allá donde vaya. En términos exactos, es una contrarreloj de 43s sobre Primoz Roglic, el rival. El sábado siguiente, en una cuesta que más parece apropiada para un clasicómano, como el Ben Healy irlandés que gana la etapa con un ataque a 50 kilómetros a la gran fuga de 13 en la que participaba, que para un pretendiente al Giro, Roglic acelera sin mirar atrás a orillas del plácido Metauro y su puente circular, zonas de 18%, ideales para sus piernas de dinamita, y Evenepoel muere intentando seguirle. Viéndolo así, nadie duda de que el esloveno ganará fácil el Giro, y ese mensaje le ha enviado, matón de colegio prepotente, al campeón del mundo, mira, puedo hacer contigo lo que quiera, yo de ti no estaría seguro de nada. Son en realidad, 14s de diferencia. “Todo estaba planeado”, dice Marc Reef, director del Jumbo de Roglic. “Sobre todo queremos meter presión a Evenepoel. Ya sabíamos que en esa subida, a cinco kilómetros de meta, no íbamos a sacar más que unos segundos”.

En la clasificación, a 8s del noruego Andreas Leknessund, que resiste de rosa, Evenepoel sigue segundo, con 30s sobre Roglic. Así llegan a la contrarreloj de Cesena, 35 kilómetros llanos, donde Evenepoel quiere cimentar su victoria final. “Le sacaré un minuto a Roglic”, dice Evenepoel. Y Marc Reef responde: “Ya veremos. Roglic está muy muy bien”.

En los Estados Pontificios, en bosques oscuros, cuestas malvadas, caminos tortuosos, sin respiro, Primoz Roglic se maneja con la malicia de un cardenal. A 15 kilómetros de la meta de Fossombrone, pequeñas colinas, en la cuesta de Montefelcino, el esloveno que va de veterano hace acelerar a su compañero Bouwman, que le da tan duro como si lanzara un sprint. Y al poco, súbitamente, se para en seco. Roglic ya no está a su rueda. No está siquiera en el grupo de los mejores, reducido a una veintena en un día largo, acelerado, más de 45 de media, en persecución de una fuga de 13. El esloveno reaparece poco después. Tranquilo. Se había parado a orinar en la cuneta. Gran teatro. Gran desconcierto de Evenepoel, un niño de nuevo, totalmente colgado de los juegos malabares de Roglic.

Podría pensarse que al esloveno, a su sentido del humor tan serio, le bastaba con un juego de amague, un gallito, cuidado, que te doy, que aquí hay cuestas suficientes para hacerte daño. La ilusión, al menos tranquilizó a Evenepoel, que asalta relajado, retrasado la segunda subida a la cuesta de los Capuchinos, 2.800 metros matadores, y cuando ataca Roglic solo ve un rayo amarillo acelerar por su derecha y hacer un hueco de 20 metros en sus mismas narices. Evenepoel era sexto o séptimo del grupo, que el Bora de Lennard Kämna había estirado. Viendo así a Roglic, Evenepoel se derrite. Víctima del pánico, acelera loco como si en dos pedaladas pudiera alcanzarle. Necesita estar cerca. Necesita el olor del esloveno. Se acerca a cinco metros, lo tiene ya ahí al esloveno cuando, plaf, se mira las piernas, mira su ordenador, se acaba. Le pasa la pareja del Ineos, Tao Geoghegan-Geraint Thomas, siempre de la manita, que se coloca fácil a rueda de Roglic y sin darle un relevo más que en los últimos 500 metros, se va con él. “Y yo tendría que haber hecho como Thomas, acercarme gradualmente, y no haberme dejado llevar por el pánico. Tenía las piernas para estar con ellos, y he reventado. He sido un estúpido”, dice Evenepoel. “Una lección más que he aprendido”.

Evenepoel y Roglic miden los esfuerzos, los ataques, y de cada uno que hacen quieren sacar petróleo, pues su Giro no acaba cada noche, sino el día 28, y tienen los vatios contados. También hay ciclistas cuyo sino es derrochar, vivir cada día como una clásica, sin mañana. De estos, de los que no tienen problemas en gastarse todos sus vatios un día, es Ben Healy, amante de los días feos, fríos, duros, espécimen mezcla Chiappucci-Bettini, por poner ejemplos italianos, con rasgos de Kelly y Roche, por honrar las raíces irlandesas de sus abuelos, que le han permitido a él, nacido en Birmingham en el año 2000, el año del genio Evenepoel también, correr orgulloso como tricolor irlandés, torcer el cuello, agarrar estrecho el manillar, acelerar la frecuencia de pedalada, ligera, alada, y atacar decidido a 50 kilómetros de la meta, en el primer paso por el 18% de la cuesta de los Capuchinos (en la cima hay monjes franciscanos, no leche espumosa teñida de café), trampolín hacia la victoria en Fossombrone, y el amor de la afición, que solo lamenta que el uso obligatorio del casco no permita disfrutar de sus melenas, casi greñas, volando libres a impulsos de sus pedaladas y golpes de riñón, ya sea en el Giro, ya en la Amstel, donde solo Tadej Pogacar omnipotente pudo con él.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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