Victoria en el Gran Sasso de Davide Bais, especialista de fugas sin esperanza en el Giro
Indiferentes al paisaje y a las montañas, los favoritos deciden afrontar al tran tran los 218 kilómetros de la primera gran etapa del Giro de Italia, sin ponerse a prueba en pendientes del 13% y permiten al ciclista italiano el primer triunfo de su vida
Son seis horas de tran tran por los Abruzos salvajes y desoladores que solo los muy trastornados pueden aguantar sin cabecear. Derriten la fantasía y el deseo del aficionado, que puede contemplar indiferente la batalla que no llega –el altiplano del Gran Sasso, un gran falso llano de carretera, un páramo sin un árbol, y una gran cuesta final, tres kilómetros al 13%, es también escenario, un Desierto de los tártaros de película--, pero se constituyen en un desafío para la imaginación de los comentaristas, que primero la definen como guerra de desgaste –218 kilómetros a 35 de media, una fuga desde el metro cero de tres muchachitos que alcanza rápido los 12 minutos, un pelotón de favoritos que no adelgaza, y ni siquiera los culones, los pesados rodadores se descuelgan pese a puertos, montañas, frío, laderas del Cuerno Grande, la cima, veteadas de blanco, carretera final abierta entre paredes de hielo--, y, según avanza el muermo y aumentan su desesperanza y su incomprensión, pasa a ser sucesivamente la etapa de la espera, la etapa de la paciencia, la etapa de la indiferencia, la etapa del desdén, la etapa del miedo.
Para Davide Bais, especialista en fugas sin esperanza, es el gran día. La victoria de la inteligencia. Al ciclista de Rovereto, junto a Trento, le acompañan Simone Petilli y Karel Vacek, dos que como él no han ganado nada en su vida y ni se creen que puedan luchar por la victoria de una gran etapa del Giro, a más de 2.000 metros de altitud, allí donde el nombre de Marco Pantani está grabado en todas las paredes. Vacek, un checo que a los 22 años habla ya del pasado, de sus tiempos de júnior en los que le ganaba carreras a Remco Evenepoel y todo, se conforma con notar en la lengua el sabor de la adrenalina de la pelea, Simone Petilli, el mejor escalador de los tres, se deja llevar por el ansia, derrocha, ataca, se para, se seca. Bais, que sale todos los días a la aventura, muchas veces de la mano de su hermano mayor, Mattia, su maestro, que el año pasado ganó el GP de la fuga, 617 kilómetros en todo el Giro, se clava a rueda y espera. Llegado el momento, gana. La victoria justifica todos los días vacíos.
Para Remco Evenepoel, campeón del mundo, el Gran Sasso es una aceleración de 300 metros, un sprint en cuesta por el cuarto puesto, y quinto Roglic. Para el Giro, un día más. El ciclista más fuerte no pone a prueba nadie. Nadie le prueba. Él no quiere. Atacar supone volver a vestirse de rosa, un color que tan bien le sigue sentando a Andreas Leknessund, el amante del círculo polar, de Tromso, arriba del todo en Noruega, donde el Hurtigruten hace una de sus primeras escalas, y a su equipo, el DSM, que, devoto, se pone al frente toda la etapa, se traga el viento, se gasta para que todos vayan cómodos a su rueda. El domingo, Evenepoel tiene una contrarreloj llanísima de 35 kilómetros para volver a la cima, hablan de dos minutos de ventaja más, y desde allí, trabajarse un Giro de control.
Los demás, dicen los sabios, sabiamente temen. Les da miedo atacar, no sea que Evenepoel responda. Esperan. Roglic, Tao, Almeida, hablan de la tercera semana. Y encima el viento sopla de cara, y ni las ovejas merinas pacen en los prados de las alturas. No hay gran novela, ni siquiera las mejores, sin capítulos que den ganas de dejar de leerlas. No hay Giro sin días así.
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