Kaden Groves gana la etapa de Salerno tras un día de perros en el Giro de Italia
Dos caídas de Remco Evenepoel, que sufre un hematoma, un golpe en el sacro y contracturas musculares, marcan un día de lluvia, frío y brumas en el sur de Italia
En Salerno gris, y el mar, ni siquiera sonríe el ganador, el neerlandés Kaden Groves, uno de los sprinters que llegan. Después de 270 minutos (a 38 de media, y con mala cara, el espíritu colmado de lo que se llama con regusto justa indignación) empapándose bajo el agua que cae y sobre el agua que los charcos de la carretera escupen cuando ruedan sobre ellos, el pelotón es rabia e insultos. Nadie, ni el noruego Andreas Leknessund, que logra mantener la maglia rosa, tiene ganas de bromear. Ni Mark Cavendish, que hace una cabriola loca a 60 por hora porque su bici patina en un paso cebra a 20 metros de la línea tras un brusco cambio de trayectoria del DSM Alberto Dainese y cruza la meta quinto, arrastrándose por el suelo. Mucho menos aquel a cuyo alrededor gira el Giro, el belga Remco Evenepoel, que se cayó dos veces. De la primera caída, provocada por un perrito, salió indemne; de la segunda, no tan bien.
“La caída del perro no fue nada, pero después de la segunda le dolía mucho en el costado derecho, un buen hematoma con contractura muscular y también tiene tocado el hueso sacro”, explicó Toon Cruyt, el médico del Soudal. “Con un buen masaje, tratamiento osteopático y una buena noche de descanso estará mejor, ya veremos cómo está al despertarse. El hematoma, de todas maneras, tardará bastante tiempo en absorberse, pero esperemos que la contractura muscular desaparezca más rápido. De todas maneras en la etapa de Nápoles [jueves 11] lo va a pasar mal”.
La tragedia se repite en la historia como farsa, sentenció Karl Marx, que sabía mucho pero no entendía de ciclismo y no conoció el Giro, donde la historia se repite como copia triste y desvalida, sin sentido, y recuerda con un día de perros que hace 39 años, un 10 de mayo en el que salió el arcoíris en Lisboa tras una noche de lluvia, murió Joaquim Agostinho, ciclista, pocos días después de sufrir una caída provocada por un perro que se cruzó delante de su bicicleta. Cuando el Giro atraviesa Calore, en la Irpinia, región salvaje de bosques y brumas y pueblos antiguos, un perrito suelto se sobresalta y enloquece y se lanza hacia los tobillos de Davide Ballerini. No se sabe quien se asusta más, pero sí que Ballerini frena, las ruedas patinan en el asfalto sucio y empapado y se va al suelo, como también se va, hacia la otra esquina su compañero Remco Evenepoel. Cubierto su cuerpo con un chubasquero negro y las rayas del arcoíris, el patrón belga se queda sentado, más indignado que aturdido, más preguntándose cómo él se ha podido caer así que preocupado por las posibles heridas. Quedan 150 kilómetros de etapa. Nadie se apiada.
Evenepoel tarda en levantarse y cuando lo hace tarda en llegar al pelotón, que, medio parado, protesta contra un oficio que no tiene piedad de sus trabajadores, protesta contra el cielo, contra los perritos felices y alocados, contra las carreteras del sur de Italia, la pintura de los pasos cebra sobre la que patina quien se atreve a frenar en la antigua Vía Apia por la que avanzan, dando un rodeo hacia Salerno, en la puerta de la Cota Amalfitana, su playa inmensa de la Spineta, donde el viento sopla y los enloquece más, las búfalas de Battipaglia y su buena leche y mejores mozzarellas y provola, y se resigna, y cumple con su obligación. A cámara lenta, aumentando el tiempo bajo el aguacero, vuelve al asfalto, a la pintura que resbala, al suelo. De los nervios.
Dicen los neurólogos que el tamaño de la recompensa es proporcional a la posibilidad de equivocarse al realizar una tarea porque las neuronas del córtex que planifican los movimientos finos se perturban cuando anticipan también el gran premio que se acerca. El castigo debe de tener el mismo efecto en el córtex y en sus neuronas, y por miedo a caerse, veinte más, entre ellos Primoz Roglic, que toma prestada la bici a un compañero, y Fernando Gaviria, otro sprint al que no llega, se caen a falta de siete kilómetros en una curva cerrada y estrecha que afrontan a cámara lenta, tanto miedo. Y acabado el miedo, la calma también mata. Pocos kilómetros más allá, pasado el peligro del viento de la playa, Evenepoel, again, al verse ya seguro dentro del límite de tres kilómetros en el que no cuentan las diferencias de tiempo provocadas por averías o caídas, levanta el pie y, olvidando cualquier prudencia, abandona el pelotón rápido abriéndose con toda la calma del mundo hacia la derecha. Como al hacerlo mira a la izquierda, no ve llegar como el rayo a un Trek que aceleraba a su jefe Mads Pedersen hacia el sprint. Le pasan rozando al campeón del mundo belga, que, era un día para haberse quedado en casa, vuelve a quedarse en el suelo, bien sentado, con menos ganas que nunca de volverse a levantar y rabiando contra todos. El belga, favorito para la victoria final siempre pese a sus males, continúa en carrera esperando días mejores, sabio ya de todos los peligros del Giro ante un fin de semana cargadito: Nápoles con sol y Sorrento, el jueves; el Gran Sasso del viernes; la contrarreloj del domingo y el retorno en rosa.
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