No saber ganar, ni perder
Jugar contra uno mismo es algo muy madridista. Nos dejan solos a ver qué hacemos contra nuestros récords
Mi primer rival de verdad en la vida fue la pared de un edificio que daba a la azotea de mis abuelos. No tuve más. Yo tenía una raqueta y una pelota, y enfrente estaba el rival más duro del mundo. No se le podía ganar. Se podía empatar contra él durante horas, pero sólo durante horas; nunca te permitía la sensación de que podías ganar, era un adversario honesto y frío y leal: sabías que, hicieses lo que hicieses, nunca ganarías. Eso terminó dándome mucha tranquilidad en la vida. Y un sentido de la decepción memorable. No hay bola que no te devuelvan. No hay esfuerzo físico que no termine agotándote. No hay pasado más fascinante que aquel escrito antes de empezar. Pero mejoré mis golpes, cada vez llegaba antes a las bolas, aprendí a colocarme mejor, gané resistencia y un día, sólo un día, después de un peloteo de casi una hora en el que me temblaban las piernas esqueléticas del cansancio, llegué a pensar que la pared tiraba la toalla. La oí hasta gemir, llorar. Pero era la vecina, desesperada, llamando a la policía municipal.
Cuando empecé a jugar al tenis en las pistas las cosas fueron más fáciles porque en general las personas son más fáciles de vencer que los muros; más espectaculares, más estéticas, más vulnerables. Pasó entonces una cosa curiosa: cuando ganaba, sufría tanto por mis rivales que luego, ya en el coche con mi padre, lloraba por ellos. Lloraba de verdad. Yo era un niño que había dejado a cero a un señor de 40 años que había viajado desde Lugo con su familia, su mujer y sus dos hijos, y el hombre estaba recogiendo sus raquetas y poniéndose su sudadera sin saber qué decirle a sus niños mientras yo pensaba en llegar a casa y jugar al Match Day II en el Amstrad 464, y ni él ni yo sabíamos dónde meternos.
Competir es una crueldad. Necesaria muchas veces (el deporte es competición, la vida no). A mí competir me echó del tenis y del fútbol porque no soportaba la exigencia de ganar; sólo ganaba cuando nadie lo esperaba, si se daba por hecha mi derrota. A mí me coge Toni Nadal y le dan tres infartos, uno detrás de otro. Cuando dejé de disfrutar del deporte, cuando el deporte dejó de ser un juego y a pasó a ser una cosa en la que se podía ser alguien, lo abandoné. Hay maneras más contundentes de ganar en la vida sin tener que hacerlo frente a nadie. Yo mismo en este momento, bebiendo un tinto en un vuelo Vigo-Madrid, después de un sábado entero con mi hijo y con mis amigos y en dirección, al aterrizar, a una fiesta que da un amigo en una terraza (en Madrid si no cumples años en una terraza no se te computan; hay críos nacidos en 1972 por soplar las velas en sótanos). Quiero decir que se puede ganar sin que pierda nadie, aunque a veces para que muchos ganemos una tarde de fiesta haya alguien que tenga que perder un año más.
Cuando dejé de golpear el muro con la raqueta y me empezó a gustar el fútbol, cogí un click de playmóbil en cada mano y monté en casa una liga de 12 equipos jugando en la alfombra de casa. Yo me aficioné al deporte solo, siempre jugando contra mí mismo, que es algo muy madridista porque muchas veces nos dejan solos a ver qué hacemos contra nuestros propios récords. Y encontré en esa etapa de mi vida, y en muchas otras en las que hice deporte acompañado y en las que mis rivales no eran muros sino muchachos que casi siempre jugaban mejor que yo, o los hacía jugar mejor que yo, enseñanzas valiosas que no me sirvieron de nada. Que es una lección a tener en cuenta: a veces recibes lecciones deslumbrantes que simplemente no sirven, y otras vas por la calle, le das una patada a una piedra, rebota contra un muro y te abre la cabeza, y ahí tienes a la vida diciéndote eso de que tanto das, tanto recibes. Y ni siquiera eso es verdad.
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