Pararse en el área
Tristán mandaba en su tiempo y aún más, en su vida: jugadores que no se sometieron a los rigores del fútbol, y al vivir fuera de esa esclavitud se convirtieron en aves exóticas
Gran entrevista en el diario Relevo a Diego Tristán. Tristán fue un delantero desparramante, un animal fuera de serie en sus mejores años, que él mismo estima en tres o cuatro. En esos años, con el Deportivo aterrorizando en Europa, Diego Tristán fue uno de los mejores delanteros del mundo: impredecible, hermoso, radicalmente genial. Entre sus muchas virtudes tenía una no especialmente valorada: la intermitencia. A veces sale un dios como Messi, que no es intermitente, pero los herederos de esos dioses conciben la jugada asombrosa en una tarde concreta, en un minuto elegido, en un partido especial. Tristán, como Guti, como Djalminha, mandaba en su tiempo y aún más, en su vida: son jugadores que no se sometieron a los rigores del fútbol, y al vivir fuera de esa esclavitud se convirtieron en aves exóticas, libres, de las cuales los contrarios no sabían qué esperar. Aves que echaban a volar cuando ya no nadie los miraba. “¿Tendrá hoy el día Tristán, o no?”, se preguntaban los defensas. Y Tristán a lo mejor respondía a la pregunta en el minuto 67 después de estar todo el partido rascándose la barriga: lo tenía, dejó tirados a tres rivales, tiró al suelo al portero y marcó a puerta vacía. A Tristán daba gusto verlo siempre en el campo tanto si le daba por jugar como si no; a veces le daba en el 92, pero te duraba la jugada en la cabeza una semana.
En la entrevista de los compañeros de Relevo, el delantero dice algo valioso: “Ya nadie se para en el área. Yo se lo veía a Butragueño y me encantaba. Y se lo digo a los niños de mi equipo: podéis pensar, tenéis tiempo, disfrutad”. Tristán siempre tuvo más tiempo que nadie en el área. La referencia a Butragueño no es gratuita. Durante años me obsesionó que el Buitre fuera mi ídolo de infancia. No Hugo, no Míchel. Supe más tarde que era por eso: por lo que hacía cuando se acercaba a la portería. Recibía el balón dentro del área, bajaba los brazos y se ponía a pensar. En el momento en que todos tienen prisa, en que todo es vértigo, en que los defensas no pueden tocarte porque te vas al suelo, en que tus compañeros corren, se desmarcan o la piden desde todas partes, Butragueño paraba el balón y discurría. Era el jugador diferente del Madrid de la Quinta, un jugador único. Explotaba la genialidad de la pausa y el silencio en medio de una autopista. Tristán sabe lo que hace cuando cita a Butragueño. El tiempo es una trampa y él ponía el queso.
Hace unos meses, en una entrevista a EL PAÍS, Ronaldo Nazario confesó que su momento más cómodo y tranquilo dentro de un campo de fútbol era cuando encaraba él solo al portero. En ese momento de pánico en que todo el estadio se levantaba y el portero lo espera con las pulsaciones disparadas, el delantero se dedica a la esencia primera del fútbol y motivo principal de su éxito popular: el juego. No la competición, no el título, no la victoria, ni siquiera el gol: el juego. Jugar con las emociones, con el tiempo, con el engaño, con la mirada y con las piernas; jugar con el balón. Los jugadores que se lo pasan bien en el campo subliman el fútbol. Cierto que no son regulares, cierto que de un año a otro su forma física cae dramáticamente, cierto que si juegan mucho en el campo quiere decir que juegan demasiado en la vida, lo cual acorta su carrera, pero cuatro temporadas de Guti, Djalma o Tristán pesan, y dejan en el recuerdo, más que veinte temporadas de cualquiera.
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