Los que bailan, los que driblan
Como tantos debates que afectan a jugadores que dan audiencia, este no morirá hasta que el último lector deje de interesarse por una noticia creada en una incubadora
El gran debate del #vinibaila, el movimiento que ha movilizado al planeta fútbol en defensa del delantero del Real Madrid, no es, desde luego, si Vini puede bailar o no (causa profundamente estúpida), sino qué hace este asunto en una columna, en los telediarios y en la cabeza de Pelé, que no tendrá otra cosa que hacer. Es decir, es un debate tan agradecido para los medios (los diarios, las televisiones, las radios, las redes sociales) como artificial: no existe, ha nacido aquí inflado morbosamente, todos los jugadores han bailado después de un gol, jamás nadie ha creído como provocación que alguien celebre un gol. Y como tantos debates que afectan a jugadores que dan audiencia, este no morirá hasta que el último interesado deje de pinchar en la noticia. Leyes modernas.
Y así, poco a poco, partido a partido, nos hemos ido colocando en un debate nuevo sobre Vinicius. Recordemos el anterior, porque es interesante y sólo han pasado dos años: 40 millones es una ridiculez por un jugador así, intenta regatear torpemente, no marca un gol, es objeto de burla para todos los rivales desde los jugadores contrarios hasta los dirigentes de esos clubes, la enésima prueba de que el Madrid compra por un dinero desproporcionado a niños que hacen el ridículo en el campo y sólo valen como chistes para los antis del Chiringuito: “Vinicius pa kuando”: pues para el PSG, el Chelsea y la final de Champions, por ejemplo.
Y una vez que ya se sabe pa kuando Vinicius, hubo que fijarse en otra cosa para reafirmar la fe: ¿bailaba cuando fallaba un gol cantado?, ¿molestaba el caño cuando había rematado dos balones a la grada? Todo jode cuando funciona. Pero además, todo jode el doble cuando al que funciona le auguraste un futuro de parodia, burla y chanza.
El único problema de la alegría es que se considere ofensiva porque alguien no la pueda digerir, el único problema de la felicidad es que sea a costa de los demás, como si la felicidad en el deporte no fuese un desnivel. Y qué momento peor que celebrar un gol cuando otro lo ha encajado. La alegría del pueblo es el mejor apodo de un jugador de fútbol (y de cualquier otra cosa): un tipo brasileño llamado Garrincha que bailaba sin balón, que bailaba con balón y quebraba al adversario, que bailaba con balón y sin balón porque entendía el juego como lo entendía el espectador que pagaba la entrada: algo que iba de un espectáculo caro. La diferencia entre la dignidad de bailar o no es la diferencia entre un rival rendido o aún en batalla; entre la lambretta que sirve para sacarse de en medio a un contrario o la que se utiliza para reírse de él.
Así que un jugador, para hacerse grande en el campo y en la vida, tiene que reaccionar a las patadas, a las amenazas, a los insultos racistas de la grada e incluso al silencio y abucheo de su afición. No es casual que Vinicius se señale el escudo del Madrid y no es casual que se rebote, harto, con quienes quieren desestabilizarlo en medio del partido. La pregunta es, ¿si todos damos por hecho que los contrarios tienen derecho a frenarlo como sea, por qué no va a tener él el derecho a que eso se pare, desde la protesta insistente y ostensible, y al contrario que las patadas y las provocaciones verbales, sin dañar físicamente al rival? ¿Se sanciona socialmente más la denuncia que la persecución? ¿La forma de jugar, si se dirige al espectáculo, es atenuante de una falta? Que se juegue a otra cosa.
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