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TOUR DE FRANCIA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Maniobras en los aeródromos, batallas en los cielos en el Tour de Francia

El ocio popular al aire libre, el esquí, el senderismo y el ciclismo, son los caminos de la carrera francesa, ese simulacro fascinante de los viajes de exploración

Jonas Vingegaard y Tadej Pogacar en la subida al Alpe D'huez durante la 12ª etapa del Tour de Francia.
Jonas Vingegaard y Tadej Pogacar en la subida al Alpe D'huez durante la 12ª etapa del Tour de Francia.GUILLAUME HORCAJUELO (EFE)

Durante un siglo los ciclistas atravesaban el collado del Peyresourde porque era el camino para recorrer los Pirineos de valle en valle, una odisea. Ahora ya no basta: este miércoles se desviarán montaña arriba para trepar hasta el aeródromo de Peyragudes y echar los hígados en su pista de 500 metros al 15%.

Ese cruce marca un sutil cambio de época. El Tour ha pasado 69 veces por el Peyresourde pero solo en 2017 se le ocurrió encaramarse hasta ese extravagante trampolín de avionetas en plena montaña. Allí Chris Froome se sofocó, perdió un puñado de segundos y cedió el maillot amarillo a Fabio Aru, en uno de esos Tours hipercontrolados en los que toda una cordillera abría menos diferencias que una rampa disparatada. Froome recuperó el maillot en otro repecho en Rodez y lo mantuvo sin mucho aspaviento hasta París. Este miércoles el Tour volverá al aeródromo de Peyragudes, Froome andará por ahí peleando la etapa (me juego un calippo) y atenderemos a ese minuto frenético en el que Pogacar y Vingegaard se contorsionarán como culebras hasta la meta.

A estos dos el Tour ya les ha ofrecido subidas a un par de aeródromos, los de Megève y Mende, y otra cucaña, la de la Super Planche des Belles Filles (porque la Planche normal tampoco bastaba y le añadieron ese muro de gravilla al 24%, como quien instala un mástil enjabonado para provocar angustias, resbalones y diversión). Fueron tres escaramuzas vistosas, en las tres llegaron juntos. Por suerte, el Tour también les ha desplegado etapas clásicas de montaña, encadenados de Télégraphe, Galibier y Granon, de Galibier, Croix de Fer y Alpe d’Huez, en los que Vingegaard y Pogacar honraron el carácter aventurero del ciclismo y se lanzaron a explorar los límites del rival como quien explora los Alpes, entre el cielo y el abismo. Ignoraron la prudencia, apagaron las pantallas y se atacaron sin cálculo. La mejor batalla aérea de este Tour no se delimitó en el rectángulo de un aeródromo sino que atravesó los cielos desde el Galibier hasta el Granon. En el Galibier despegó Jumbo, el equipo que se llama como el Boeing 747, el mayor avión de pasajeros de la historia, y que comparte con él su poderosa capacidad: transportaba cinco ciclistas junto a un Pogacar aislado. Lo atacaron por un flanco y por el otro, Pogacar respondió una vez, dos veces, cuatro, seis, ocho veces, él mismo contraatacó otras cuatro, neutralizó el combate, sin darse cuenta de que las doce aceleraciones le tumbaban la aguja del combustible hacia la zona roja. Cuando llegó el terrible Granon, Pogacar se quedó seco y Vingegaard apretó hasta derribarlo.

“He sido un estúpido”, dijo Pogacar. “En el Galibier he salido a por todos los ataques y además he lanzado los míos. Me sentía bien pero he gastado demasiadas fuerzas, no volverá a suceder”. En el Alpe d’Huez se contuvo un poco, atacó dos veces al final sin mucho resultado, así que por suerte maravillosa para los espectadores, descartó enseguida la cautela y el día de Mende atacó a 182 kilómetros de meta. Cuando un ciclista audaz como Pogacar pretende darle un revolcón al Tour, no se conforma con esprintar en la rampa final de un aeródromo, sino que plantea una batalla a través de todo el Macizo Central.

En su idea original, el Tour tenía ese sentido de itinerario y exploración. Los ciclistas daban la vuelta al hexágono francés por los caminos que seguiría un viajero de ciudad en ciudad. Como el patrón Desgrange ardía de fiebres aventureras y ansias por vender más periódicos, en 1910 incluyó por primera vez la travesía de los Pirineos, de Perpiñán a Luchon y de Luchon a Bayona, de mar a mar en dos etapas epustuflantes. No siguió, como se lee a veces por ahí, caminos de pastores. Siguió la ruta de la conquista burguesa de las montañas, los grandes puertos acondicionados para que la emperatriz Eugenia de Montijo y todo su pelotón de mariscales, generales, condes, duquesas, marquesitos y pelotilleros varios viajaran con cierta comodidad, sin despeñarse por los barrancos, entre las estaciones termales del Pirineo: Eaux-Bonnes, Saint-Sauveur, Bagnéres-de-Bigorre, Bagnères-de-Luchon. El 6 de mayo de 1860 Napoleón III firmó una orden imperial para que se construyeran calzadas aptas para carruajes por los siguientes pasos de montaña: una por el Marie Blanque, otra por el Aubisque y el Soulor, otra por el Tourmalet y otra por el Aspin y el Peyresourde. Son los caminos del turismo aristocrático, luego del ocio popular al aire libre, del esquí, el senderismo, el ciclismo, son los caminos del Tour, ese simulacro fascinante de los viajes de exploración.

Al principio las montañas del Tour eran obstáculos que los ciclistas debían atravesar para alcanzar las ciudades. En 1952 las convirtieron por primera vez en destino, con las llegadas a Alpe d’Huez, Sestriere y Puy de Dôme, dos estaciones de esquí y un volcán, a las que se fueron sumando más estaciones, remotas bases militares como la del Granon, aeródromos, antenas de telecomunicaciones, la tentación de la cucaña.

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