Con Tiger Woods nunca se sabe
No será fácil, ni siquiera probable, que veamos al Tigre venciendo el Open británico, y sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería a descartarlo
Algunas despedidas comienzan con una fotografía, como si el presente intuyese que no habrá mejores oportunidades en un futuro próximo pero incierto. Las imágenes son pura simbología y ver a Tiger Woods sobre el puente de Swilkan, acompañado por Jack Nicklaus y la suma de sus leyendas, hizo saltar todas las alarmas entre quienes nos negamos a aceptar lo evidente: que la carrera del Tigre ha entrado, esta vez sí, en su recta final. Cualquier día nos levantaremos sin mayor ambición que la de engullir un buen desayuno o no perder el trabajo y, entonces, como recién salida de las imprentas del infierno, nos encontraremos con la fatal noticia de su adiós definitivo
La primera vez que mi abuela Concha no me reconoció, con el alzhéimer marcando territorio bajo su pelo avellana, decidimos hacernos una foto junto a su pequeño pilón. Desde allí nos veía llegar cuando íbamos a visitarla, enfrascada a diario en aquellas competencias suyas a cara de perro con la lavadora automática: nunca la tuvo en gran estima. Era su espacio de confort, escondida tras una ventana que solo cumplía la función original en una dirección, las manos frías y arrugadas de tanto frotar, de tanto demostrarle al mundo que la tecnología no era capaz de alcanzar los límites de su propia devoción. Y es la certeza de saberse especiales —lo mismo en una abuela que en una gran estrella del deporte— lo que les empuja a no detenerse voluntariamente, a esperar la retirada forzosa mientras todos, a su alrededor, insisten en el merecido descanso. “Tú no te olvides de mí, que yo ya iré haciendo”, me dijo aquel día, medio avergonzada por haberse asustado nada más verme. Y en esas está Tiger, salvando las distancias.
Su cojera es tan evidente que uno se pregunta cuánto dolor es capaz de soportar un dios por el mero placer de serlo. El golf arrastra fama de deporte acomodado, lejos de la máxima exigencia física que implican otras disciplinas, pero cualquier aficionado sin prejuicios es capaz de imaginar el nivel de tortura que supone completar un recorrido de 18 hoyos para un ser humano —en el fondo lo es, aunque no lo parezca— cuya pierna se retorció entre la carrocería de su coche hasta la múltiple fractura hace apenas 15 meses. A sus varias operaciones de rodilla y espalda, fruto de una carrera plena de explosividad y autoexigencia, se sumaba la mala fortuna de lo cotidiano, ese instante que le puede cambiar la vida a cualquiera, ya sea Tiger Woods, un pescadero de Muros o un pizzero de Siena.
Sonriendo junto a Nicklaus, dejándose fotografiar para quienes necesitan las imágenes como mecanismo de memoria, a Tiger no se le intuyen las heridas que podrían poner en jaque sus verdaderos objetivos. Cualquier otro sentiría como un triunfo estar en Saint Andrews y comparecer en el hoyo uno sin mayores anhelos que hacer una vuelta digna, pero Tiger Woods no es cualquier otro. Émulo de John Silver, El Largo, y con el mal recuerdo de su retirada en el PGA todavía fresco, Eldrick Tiger Woods sigue sin conocer el placer de comparecer en los grandes torneos para hacer acopio de aplausos en diferido.
No será fácil, ni siquiera probable, que el próximo domingo veamos al Tigre levantando la jarra de Clarete en Saint Andrews por tercera vez. Y, sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería a descartarlo. Precisamente, los últimos juiciosos que apostaron contra él fueron los médicos que intentaron recuperar al Woods ciudadano para la vida normal y se encontraron con Aquiles compitiendo en su jardín de Augusta apenas un año después. Supongo que tendrían la feliz idea de hacerse una foto con tan terco paciente antes de su regreso a la competición, por lo que pueda pasar. La vida podría volver a concederles la oportunidad de retratarse junto al Tiger más humano pero, cómo decirlo: con los dioses y las abuelas, nunca se sabe.
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