Aquí Pablo Laso, aquí su obra
El legado del entrenador es inabarcable porque entra tanto en los números como en otros significados más emocionales
Laso no seguirá siendo entrenador del Madrid. El seísmo ha sido enorme, acorde con la grandeza del personaje, bajo cuya dirección el baloncesto blanco ha vivido una época de ensueño. Todo un milagro si nos atenemos a lo que se presuponía en 2011, cuando en aquella lejana y esperpéntica presentación casi todas las preguntas estuvieron dirigidas hacia su falta de experiencia y carisma hasta rozar la falta de respeto profesional y personal. Tampoco tenían mejor opinión los aficionados, cuyo mosqueo fue indisimulable.
Lo que nadie conocíamos era que a Pablito, exbase escurridizo de cara aniñada y pinta de buen tipo, igual le faltaba experiencia, pero tenía algo más importante: las ideas muy claras. Pablo sabía perfectamente qué quería hacer con un equipo que llevaba casi dos décadas dando palos de ciego, incapaz de mantener un proyecto, encomendándose a entrenadores y jugadores tan dispares que lo que valía un año no servía al siguiente. Alguna vez se ganaba, pero el éxito duraba un suspiro.
No solo eso, sino que también contaba con la hoja de ruta necesaria. Conocedor de la historia del Madrid, Laso abrazó una forma de confeccionar el equipo muy clásica en el devenir de este club. Un núcleo potente de jugadores nacionales que mejorase la identificación del público con el equipo, reforzado con extranjeros con potencial deportivo y humano para no estar de paso. También bebió de aguas antiguas a la hora de desarrollar su estilo de juego, donde reinaban la velocidad y el atrevimiento. Desde sus inicios, en el ADN del Madrid, está muy presente el gen de la velocidad, donde daban lo mejor gente tan relevante como Lolo Sainz, Emiliano, Cabrera, o Corbalán. En el caso de Laso se fue encomendando sucesivamente a ese tipo de jugador, llámese Llull, el Chacho o Campazzo. Jugadores que marcan estilo, gente que juega y hace jugar a todo trapo.
Sabiendo dónde quería llegar, fue perfeccionando poco a poco su grupo con jugadores idóneos para lo que pretendía. Y empezó a ganar sin parar. Y cuando no lo hizo, como en aquel 0-3 ante el Fenherbace, el público supo mostrar el orgullo que le producía este colectivo dedicándole una estruendosa ovación.
Los últimos años tres años han sido más difíciles. El equipo ha notado la pérdida de piezas clave del engranaje temporada tras temporada. Aun así, el Madrid siempre compitió, aunque para ello tuviese que renunciar a alguno de sus mandamientos. Con el descenso de talento global del colectivo, el juego se hizo más físico, más industrial, más de guardar que de atacar, menos atractivo comparado con tiempos anteriores. Pero también en esa pelea a veces en el barro, el Madrid supo estar a la altura de los acontecimientos.
Esta pasada temporada, Laso, sin saber que sería la última, dejó otra obra digna de elogio. La forma en que se recuperó el Madrid de sus cenizas entre derrotas a puñados, algún lío de vestuario e incontables lesiones para alcanzar la final de la Euroliga y terminar pasando por encima de todo un Barcelona cuenta muchas cosas, y casi todas buenas, de cómo debe ser un entrenador.
El legado de Laso es inabarcable porque entra tanto en los números como en otros significados más emocionales. Ante esta realidad no tiene mucho sentido ahondar en razones que vayan más lejos de lo que apunta la pura lógica. El Madrid no quiere tener un entrenador con un factor de riesgo mayor del aconsejable. Que este final no haya sido consensuado públicamente puede indicar que Pablo tenía otras intenciones.
Lo que ya nadie podrá cambiar ni tergiversar es una obra colosal que primero tiró un salvavidas a alguien que se ahogaba, y poco tiempo después lo hizo volar durante más de una década.
Por eso y por mucho más, mis respetos, Pablo.
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