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Victoria y catarsis de Dylan Groenewegen en la tercera etapa del Tour de Francia

Un día después de la victoria del neerlandés Fabio Jakobsen se impone al sprint el ciclista que fue suspendido nueve meses por enviar a este contra las vallas y al hospital en el Tour de Polonia

Dylan Groenewegen Tour de Francia 2022
Groenewegen, en el centro, entre Van Aert, de amarillo, y Jakobsen, tras el sprint.ANNEGRET HILSE (REUTERS)
Carlos Arribas

El pelotón desciende Jutlandia, de norte a sur, y los geólogos precisan que sí, que descienden es el verbo exacto, porque está más alto el norte que el sur de la península, formada con suelo prestado, sedimentos que los ríos escandinavos han ido depositando desde las tierras altas de Noruega y Suecia, y hace sol, y una brisa agradable, y es domingo, día de fiesta, la gente en el agua fría del Báltico antes de desayunar y en las cunetas al mediodía, y el pelotón se relaja, hasta se adormece, ocupa la carretera de lado a lado, y observando tal placidez, y el paseo triunfal de un solo danés en cabeza, Magnus Cort Nielsen, vestido con los lunares conseguidos por haber coronado el primero las seis cuestas puntuables de las etapas danesas, 362 metros de ascensión entre las seis, los inquietos se preguntan, pero de dónde salieron entonces los feroces vikingos, dónde están las nieblas y los misterios y los olores, si olvidados Andersen, Sorensen, Riis, Rasmussen, todos los ciclistas daneses de ahora tienen la cara limpia y mirada dulce de adolescente, como el Jonas Vingegaard al que todos alaban y proclaman único rival de Pogacar. ¿Dónde está la tragedia?, ¿salió todo del magín de Shakespeare?

Hay tragedias y tragedias, responde el listo. No son necesarias tormentas ni rayos ni sangre reciente. Una herida abierta hace dos años. Un error. Un golpe en la puerta desencadena el fin del conflicto, un cambio de ritmo, un tramo de adoquines a 10 kilómetros, un estrechamiento, un embudo, una caída, un hueco imposible pasando a Sagan y Van Aert, y un golpe de riñones en el sprint, el sillín en la barriga a 65 por hora, los brazos estirados hasta el imposible, el manillar, la rueda delantera, hace triunfar a la justicia poética, dos, tres centímetros.

Y la catarsis: Dylan Groenewegen deja la bici apoyada en la barrera, se sienta en el bordillo, baja la cabeza, empieza a llorar, y se levanta, y detrás de las vallas aparece su padre, que se lo come a besos y a más llantos. Es la quinta victoria en sus Tours del sprinter neerlandés, un coloso ancho y musculoso que hace año y medio purgó una suspensión de nueve meses por haber estrellado contra las barreras desvencijadas del Tour de Polonia a su rival en el sprint, y compatriota, Fabio Jakobsen, que pasó dos días en coma con la cara rota, sin dientes. Jakobsen ganó el sábado. Groenewegen, el domingo. Ambos en Dinamarca. Jakobsen no le ha perdonado a Groenewegen. Groenewegen quiere pasar página, “la página más negra de mi carrera”, dice. “Fabio es un chaval mentalmente muy fuerte. Su recuperación lo demuestra. Me alegró mucho que ganara el sábado. Le felicito. Y hoy gano yo… Así es la vida”.

La escena es ya redonda. Jakobsen no habla. Groenewegen llora y se cuerda de su padre, que le quería antes del incidente y le quiere más después, y de su nuevo equipo, el Bike Exchange, que confió en él cuando se sentía un apestado. Un nuevo invitado, el perejil del Tour podría decirse, completa el cuadro. A Wout van Aert, segundo en el sprint del sábado y segundo en el sprint del domingo, y también segundo en la contrarreloj del viernes, y en su buen cuerpo entran a la vez el maillot verde y el maillot amarillo, le introduce Groenewegen, que cuenta cómo, cuando los dos estaban en el Jumbo, el belga le dijo que cuando no estuviera seguro de haber ganado un sprint lo que tenía que hacer era ponerse a celebrarlo como un loco, y que él hizo eso hasta los besos de su padre. Pero Van Aert no está para muchas bromas. Reconoce a regañadientes que Groenewegen fuera más rápido que él. “Me ha ganado porque me he equivocado yo al mantenerme demasiado tiempo en la rueda de Kristoff”, dice Van Aert, que libra en su interior, en su ego tan enorme, también una dura batalla entre la alegría por haber logrado su sueño de vestir de amarillo en el Tour y por lo bien enfilada que lleva la conquista del maillot verde, y la decepción por haber sido derrotado tres días seguidos. “Y cada vez he perdido por menos”, dice. “Debería estar muy contento, pero soy, sobre todo, un ganador, y duele no haber ganado aún”.

El Tour voló el domingo por la noche hasta Lille. En Francia ya el pelotón volverá a pedalear el martes. Los favoritos tiemblan. Llega el pavés, se acabó el olor tan dulce de Dinamarca, las amapolas en los trigales, el mar plácido. Van Aert sonríe como sonríen los chacales. Huele sangre, huele victoria.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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