La lluvia se adelanta en Copenhague y gana Yves Lampaert, primer maillot amarillo del Tour de Francia
El belga, especialista en clásicas, aprovecha las condiciones para imponerse, sorprendentemente, a los grandes favoritos en una contrarreloj en la que Pogacar ya marca territorio
La lluvia se adelanta y destroza a los favoritos, que maldicen a las decenas de apps de sus móviles que la víspera repetían lo mismo, no, hasta las cinco, ni una gota, y a las cuatro ya los charcos inundan algunos tramos de la Copenhague en la que solo se ve gente por todas partes, y peligrosas banderas pintadas en el asfalto. Y a las seis, escampa. Gana Yves Lampaert, un flamenco que solo quiere volver a su pueblo, a sus tierras, cultivarlas, ver crecer la cebada, las patatas y los puerros. Un clasicómano belga que sueña con Roubaix y honra todas las primaveras al ciclismo antiguo, y rueda tan bien que hasta el año pasado ganó el campeonato de su Bélgica aEvenepoel.
“Pero esto, pero esto...”, dice, y ya le lloran los ojos. “Pensaba quedar entre los 10 primeros, y ya habría sido un gran resultado, pero ganar a Van der Poel, a Ganna, a Van Aert... Ni en sueños nunca pensé que podría hacerlo. Y lo he hecho. Y ya no llovía, no, pero había muchos charcos y estaba peligroso. Sabía que tenía que ganar tiempo en las esquinas, y es lo que hice”.
Las figuras, apelotonadas, escalofriadas, le miran envidiosas y empapadas vestirse de amarillo. No tanto lo deseaban los que viven el presente como una transición hacia un objetivo lejano—Pogacar, Roglic, el gran Vingegaard, el danés del siglo XXI, agrupados en 9s, con ventaja para el esloveno joven, todos rozando los 51 por hora de media en tamaña pista de patinaje--, como los adictos a la satisfacción instantánea de los caprichos, los inevitables Van Aert y Van der Poel, el especialista Ganna, ciclistas dueños del tiempo y la aceleración, y aplauden a un campesino que conoce mejor la mecánica de su John Deere que la de su última joya tecnológico ciclista.
Como más o menos decía el existencialista Kierkegaard, con una de esas frases tan redondas que en ellas la frontera entre la revelación y la obviedad es finísima y peligrosa, la vida solo se entiende repasando el pasado, pero solo se puede vivir mirando hacia delante, o así. Citarlo viene a cuento, y no solo porque era danés, de Copenhague, donde llueve antes de lo que se decía, justo cuando salen los buenos, y los empapa, y convierte la contrarreloj en una pelea de apetitos más que de tecnologías, sino porque algo de eso experimentó Filippo Ganna, que cuando termina su contrarreloj, y suspira, qué tormento el agua y los cruces, los pasos cebra, las banderas danesas pintadas en las esquinas, territorio para patinadores, mira para atrás y ve en la pancarta que acaba de rebasar que ha marcado el mejor tiempo, y mira más para atrás, a un momento en el que no había nacido aún, a 1975, y ve a su paisano Francesco Moser que le gana a Eddy Merckx por 2s un prólogo y le levanta el amarillo al caníbal, y cuando regresa al futuro, y solo han pasado 55s desde que él llegó, pasa a su lado, y le salpica con el agua que escupen sus ruedas, Wout van Aert, que le levanta la victoria por 5s al piamontés que nunca había perdido una contrarreloj en una carrera de tres semanas, al gigante Ganna de los muslos de mármol, el corazón a 200 y el cerebro, como el de Anquetil, una IBM que procesa, un billón de operaciones por segundo, vatios medios, velocidad media, paso necesario, viento, lluvia, y una curva que le obliga a soltar el acople, bajar las manos, deslizarse prudente, levantar el culo y esprintar, producir la máxima potencia posible en su glúteo máximo y en su vasto, transmitirla a los tobillos y a los pedales a través de los isquios, el recto femoral, los gemelos, acelerar la cadencia y sentarse de nuevo, hasta la siguiente curva. Fue una pelea más que una carrera.
El contrarrelojista debe fluir, dicen los estetas, deslizarse, no dar sensación de esfuerzo, y ninguno en Copenhague, no Ganna al que le amarga la vista la figura de un trabajador achicando agua encharcada en la rampa de salida, no Roglic, siquiera, esforzado y disciplinado, encontró el flujo. Quizás sí Pogacar, que vive el presente como los niños, sin pasado ni futuro, y la goza bajo la lluvia como la niña que estrena las botas de agua y quiere saltar en todos los charcos, y también la goza bajo el calor, y sonríe, y no se crispa ni se irrita… Fluye, y ya le saca 8s a la pareja del Jumbo, y 47s a Enric Mas, el más existencialista, atado al pasado, la esperanza española. “Me recordaron tanto que esta lluvia era tan parecida a la contrarreloj de Düsseldorf en la que se rompió la rodilla Valverde que salí a asegurar”, dice el mallorquín. “Encima se me fue un par de veces la bici de atrás, pero al menos no me caí”.
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