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Magnus Cort Nielsen organiza su fiesta gallega para su tercera victoria en la Vuelta a España

Triunfo del danés en Monforte de Lemos, la víspera de los montes del Miño, la última oportunidad de Mas para destronar a Roglic

Carlos Arribas
Magnus Cort celebra en Monforte su tercera victoria en la Vuelta.
Magnus Cort celebra en Monforte su tercera victoria en la Vuelta.MIGUEL RIOPA (AFP)

El eucalipto está hecho para arder (y para que dé hojas que al trocearlas y hervirlas en las estufas en las casas huela a invierno y a jarabe balsámico para el pecho), dicen en la California devastada por los incendios, donde un listo los llevó desde Australia y empezó a plantarlos a comienzos del siglo pasado. Comprad parcelas de eucaliptos, pregonaba, que crecen rápido, 10 veces más rápido que los robles, y a los 10 años ya da buena madera. Fue la fiebre del eucalipto que acabó tan rápido como el descubrimiento de que el árbol invasor e invasivo no daba madera sino pulpa, buena para aglomerados y papel de periódico, y no valía nada, y como el eucalipto tan pirotécnico como su alma de antorcha que rodea a los ciclistas el viernes camino de Monforte de Lemos, la Vuelta está hecha para arder y consumirse en Galicia devoradora --siguiendo al Cabe y al padre Miño hacia su encuentro con el Sil y su muerte--, el sábado, en un repecho muy Roglic, el incendiario tranquilo, no muy lejos de Vigo.

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No es que el fuego de la Vuelta, tan enamorada de los incendios como algunos árboles en el calor y el viento cálido del verano, necesite muchos ánimos para prender, ni las fugas para hacerse incontrolables. Ayuda que a los ciclistas el señor no les haya dotado de la sabiduría de las ratas, que decía Bacon, aquella que permite a los roedores abandonar una casa justo antes de que se hunda. La natural inteligencia egoísta de los corredores, la que garantiza su supervivencia en un mundo que se hunde y transforma, se ve desbordada siempre por brotes inesperados de generosidad y esfuerzo que, como dice Egan Bernal, rozan el masoquismo. Y basta, quizás, con que Magnus Cort Nielsen, el danés de rosa ya tan conocido, entre en una para que una etapa que se espera tranquila porque llega después de una cruzada asturiana intensa, pero, como una resaca que al amanecer hace decir al que no ha dormido y tiene la lengua seca y la cabeza con ganas de reventar le hace decir, hoy no bebo, y empieza a beber y le gusta, se transforma en una nueva fiesta, y la goza el que la organiza, Magnus, quien, metronómico y variado como un vestido de novia –una victoria a la semana; un repecho, Cullera; un sprint de libro, Córdoba; un sprint de fuga, Monforte-- iguala a tres victorias con el líder de valor indecible, Roglic, y Jakobsen, el sprinter que volvió a la vida.

“Un buen espectáculo, menudo pulso”, dice, agotado, Enric Mas, el segundo de la general, a quien le gustan más las fiestas y los ardores en otros terrenos, no como este botellón en el que se inmolan, montado en un llano tan engañoso hacia la Ribeira Sacra que le hace decir a Egan, tan reflexivo, que era tan duro que le ha dado la impresión de pasarse 100 kilómetros subiendo sin parar. El pelotón, que se ha desembarazado del peligro Jakobsen en los dos segundas del inicio que anuncian al peregrino que Galicia es todo menos llana, avanza sin piedad ni cuidado, persigue empecinado a más de 40 de media. El DSM quiere volver a probar el valor de su sprinter joven, el italiano Alberto Dainese; el UAE sigue confiando en su veterano y amistoso Matteo Trentin, demasiadas veces segundo, y Michael Matthews, el experto australiano necesita darle una victoria a su Bike Exchange. La fuga nunca llega muy lejos, a más de dos minutos apenas, pero, pese a todo el empeño de los cazadores es inextinguible. Son 20 kilómetros finales con 30s de diferencia que, feroces, como feroz es el estilo del jovencito norteamericano Quinn Simmons, el ciclista que alababa a Donald Trump en su Twitter, y sus relevos desmesurados, defienden los huidos, y alcanzan la última recta con tiempo suficiente para que le lance a la victoria el otro norteamericano, y rosa, de la fuga, Lawson Craddock.

El colegio de los Escolapios de Monforte, que era de los jesuitas hasta que los expulsó Carlos III de España, es un pequeño Escorial, granítico y tan duro que el terremoto de Lisboa que volvió loca la rutina de los paseos de Kant, un reloj con piernas, por los puentes de Könisberg, solo le hizo unas grietas y ni tocó el retablo gigantesco de madera de nogal –a Dios dan gracias de que no hubiera eucaliptos por la región entonces, en el siglo XVII, y sí árboles de toda la vida—ni derrumbó su escalera mágica, 35 escalones de granito, 13, nueve, 13, sus tres arcadas, de una tonelada cada uno, sostenida en el aire y tan sólidas y airosas sus 35 toneladas como el liderato de Primoz Roglic, que se sostiene tan superior no tanto en los arcos ocultos tras los muros como la escalera, no tan mágica pero sí tan ligera, sino en su dureza tan vistosa en todos los terrenos, montaña, contrarreloj, repechos; en su equipo, tan entero y llamativo, y en el espíritu libre y alegre que le invade camino de la victoria en su tercera Vuelta consecutiva, de la que le separan dos etapas, un incendio en el territorio Pereiro, en los montes entre Vigo y el Miño, y las islas Cíes en el Atlántico, y una contrarreloj hasta el final del Camino de Santiago. Y cuando le preguntan si ya ha ganado la Vuelta, lo niega. “Aunque sea el mejor contrarrelojista, por experiencia sé que la última contrarreloj es traicionera”, dice, y se ríe recordando su gran tragedia deportiva, la manera en que perdió hace menos de un año el Tour en la última contrarreloj. Y su risa apaga las esperanzas.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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