Segunda victoria de Magnus Cort, que se impone al ‘sprint’ en Córdoba
Eiking sigue líder de la Vuelta a España tras el día del gran calor en el valle del Guadalquivir, donde Roglic sufre una caída sin consecuencias
Séneca, de piedra, está a la sombra, fuentes y arbolitos, y al pasar junto a su estatua, junto a un arco antiguo, el paseante sudoroso le piensa, así cualquiera, así, a la sombra, tan tranquilo, yo también me hago estoico y aguanto todo lo que me echen, y al lado pasan veloces los ciclistas, sin pararse para nada al calor que los abrasa.
En la recta de meta, tan ancha como una pista de aterrizaje, despega Magnus Cort Nielsen, lanzado por un amigo belga de rosa, Jens Keukeleire. Su corazón late acelerado again, pulso y compás, y gana al sprint el danés grande como su nombre que todo lo puede, por delante del desafiante italiano Baggioli, un oportunista que espera su segundo, y de los magníficos especialistas Matthews y Trentin, que no tienen razones para el estoicismo tan predicado, la aceptación silenciosa de la miseria, sino para el juramento, la amargura, pues les llevan los demonios. Sus equipos se han trabajado descosidos todo el día las vegas ardientes del Guadalquivir tan verde para ellos, para que no fallaran en el momento decisivo. No han perdido ellos. Han perdido los compañeros, una táctica, una estrategia, una conversación de autobús, una locura de ascensión hacia el monasterio de San Jerónimo de Valparaíso, tan cerca de Medina Azahara, su descenso sin frenos, y más velocidad aún para devorar fugados irredentos, y niños rubitos, como el belguita Van Gils, en la subida al parque de los Villares, llamada alto del 14% por el cartel de tráfico que advierte del peligro de la pendiente de una de sus rampas.
Ha ganado Magnus, el bigote de moda, que se emociona porque la afición le ha visto tanto esta Vuelta, su maillot rosa iluminando a subida de la montaña de Cullera, donde gana, o haciendo eses de lado a lado de la calle en Valdepeñas tras hacer marchar al pelotón a su estela durante largos kilómetros, unos días después, que le reconoce y le anima. “He recuperado mi viejo yo, el de sprinter”, dice el danés feliz que ha ganado ya cinco etapas en sus varias Vueltas, y hace una semana estaba tan contento en Cullera porque ya no ganaba solo al sprint.
Todo el sol para él, para todos, que sueñan con agua fresca y una habitación con aire acondicionado, aunque les haga estornudar, y ni pueden permitirse la indiferencia a las comodidades o el desprecio de la fortuna, o abandonarse y en un puerto dejar de pedalear afanado, dejarse llevar, cómo la sombra le tienta a Óscar Cabedo por tierras de Montoro, donde, al menos, no circunvalan el Guadalquivir siguiendo su meandro de ida y vuelta a 40 grados. “Me lo pide el cuerpo, pero no puedo”, dice el escalador castellonense de Onda. “Tenemos que aguantar la calor a 50 por hora, y son tres semanas”.
Y siempre al sol, el mismo paseante sudoroso puede por fin entender por qué eran así, tan duros como la subbética, los hermanos Gómez del Moral, José y Antonio, las glorias ciclistas de Cabra, Córdoba, que se reían del calor. José le ayudó a Bahamontes a ganar el Tour, ganó la Vuelta a Colombia y se quedó a vivir en Boyacá, en Sogamoso, la ciudad de Fabio Parra. Allí murió como también murió, hace nada, el hermano pequeño, Antonio, el único cordobés que ha ganado en Córdoba una etapa de la Vuelta.
Ellos eran el oficio ciclista, sinónimo de rebeldía interna, otra cosa, y oyendo la tele se indigna un viejo ciclista, Amalio Hortelano, culto y duro, que quiere saber de dónde se han inventado los comentaristas eso de grupo cabecero para describir a la fuga, pues más que del argot ciclista, en el que nunca ha figurado, la expresión le recuerda a un elemento del mobiliario, el que siempre se bambolea en la cama, y cruje, o, peor, a la vecina de al lado pidiendo en la carnicería cabecero de lomo, lo que le lleva a pensar que los hay que piensan en los ciclistas como jugosos pedazos de carne nomás. Y al instante, pumba, gran plano general de una gran curva de ballesta hacia San Jerónimo que el pelotón comienza a trazar fluido y de la que, repentinamente, como expulsados por la fuerza centrífuga, sale despedido medio Jumbo hacia la cuneta y el sotobosque, Primoz Roglic entre ellos, y unos cuantos ciclistas más. No se hacen nada, aparentemente, pero su desbandada, reparada con unos kilómetros de duro esfuerzo para enlazar, genera escalofríos de miedo, aunque no tan intensos como los que despierta el plano del pedazo de carne, eso sí, todo el muslo derecho desnudo del ciclista portugués caído Nelson Oliveira, los músculos tan tersos cruzados por una cuadrícula de sangre, como las señales que dejan las espinas en la piel.
Estoico, por supuesto, Oliveira terminó. Ya puede venir Séneca a contarlo.
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