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Abandona Almeida con covid el Giro de Italia, y Landa afirma: “No me conformo con ser tercero. Tengo que soltar a Carapaz y Hindley”

Gana en Treviso De Bond al frente de una fuga de cuatro que engaña al pelotón de sprinters, en el que Juanpe, nueva maglia blanca, sufre y queda cortado

Carlos Arribas
Dries de Bondt, al imponerse a la fuga en Treviso.
Dries de Bondt, al imponerse a la fuga en Treviso.DPA vía Europa Press (Europa Press)

Está en la fuga Gabburo, un muchacho de Verona, así, con dos bes y una erre por un error del escribiente del registro civil, porque su padre es Gaburro, con una be y dos erres, y Gaburro sigue, y le hace un favor así a su hijo, que ya goza de un signo de distinción en la vida, una aspiración imposible para muchos ciclistas, tanta necesidad de ir a rueda en el pelotón y, al mismo, tiempo, tanto deseo reprimido de ser diferentes, y, en etapas como esta, que bordea el monte Grappa que hizo gigante a Nairo siguiendo el descenso rápido del Brenta caudaloso por carreteras planas entre valles verdes y viñedos de Cartizze en Valdobbiadene, el muro de Ca’ del Poggio tumultuoso, prosecco que hace millonarios a campesinos pobres dueños de una obrada en las laderas, sus calabazas hierven al sol de cavilaciones, planes del weekend en el Friuli y en los montes pálidos de los Dolomitas, dar el golpe, dónde, darlo, burlar el pito del sereno, ganarse para siempre a su novia Rosalía, como en la copla y la rumba, o, simplemente, una maglia diferente. Ser alguien, aunque solo sea un día, un minuto.

O un segundo, el que le vale a Dries de Bondt, un rápido belga, para ganar la etapa en la que, hombres únicos los cuatro que la formaban --Affini, una locomotora como Ganna, Magnus Cort, el danés que asombra siempre en la Vuelta, Gabburo y sus dos bes--, la fuga derrota a los equipos de sprinters, tan seguros, y se juega la victoria en los canales de Treviso, donde Nani Pinarello, gregario de Bartali, admirador de Coppi, y su hijo es Fausto, montó un taller de bicicletas con las liras que le dieron por quedar último, maglia nera, en el Giro de 1951, y sus herederos fabrican ahora las bicicletas fabulosas que hizo grandes Indurain y ahora monta Carapaz.

De Bondt, un belga de 30 años que quiso ser Boonen de niño, y luego creció y quiso ser el rival de su ídolo, siempre sonríe, siempre está de humor, aunque no gane, que es casi siempre, y un colega le pregunta por qué en la conferencia de prensa. “Porque vivo un sueño”, dice De Bondt, habitual lanzador de los sprinters de su Alpecin, Van der Poel, Merlier o Philipsen. “Porque a los 22 años, antes aún de ser ciclista profesional, aún antes de saber lo fabuloso que es el ciclismo, me rompí la crisma por varios sitios, estuve dos semanas en coma, me resucitaron, volví a aprender a andar, a hablar, a tragar, a pedalear… Y en 206 gané una carrera, y en 2020 fui campeón belga, y ahora esto… Y me siento una inspiración para muchos, y es un honor poderme sentir un ejemplo. Y por eso estoy siempre contento. La persistencia es la clave. Nunca puede nadie dejar de creer en él mismo”.

“Ay”, lamenta Roberto Damiani, uno de los directores, miembro de la guardia de corps que vigila que nadie se salte la uniformidad, algo así como la aspiración máxima de todos los dueños de equipo, el instinto anestesiado. “A veces no escuchamos los deseos de los corredores, no sentimos su respiración, todos van de negro y al que quiere ir de blanco le decimos que olvide, que no arriesgue. Pero solo somos un reflejo de la sociedad…” Y habla Damiani de su corredor más diferente, de Guillaume Martin, pensador racional y ciclista loco que cada día va en fuga, y se busca, la carrera como una excusa para la aventura, el camino de vida, y confiesa que le cuesta trabajo entenderle, y también a uno como Mathieu van der Poel, su ciclismo insensato para las cabezas tradicionales, pero que lo admira: “No tiene piernas, pero tiene un corazón único”.

Habla de Martin y Van der Poel, pero podría hablar, con más propiedad casi, porque este sí que viste de blanco en un pelotón de colorines, de Juanpe López, el lebrijano, que suda el día de su estreno inesperado. Al ciclista de 24 años que vistió de rosa 10 días (y, como real maglia blanca de mejor joven cada día recibía un lote de ropa interior de su patrocinador: calcetines, calzoncillos, camisetas, un verdadero ajuar) le cayó de nuevo el liderato de la clasificación de jóvenes porque, al día siguiente de ceder al fin en la carretera, Joao Almeida se levantó con dolor de garganta y síntoma de gripe. Un test rápido reveló que el cuarto clasificado en la general sufría covid, lo que, por protocolo, le obligó a retirarse. Desde el día en el que se enfrentó en el Etna a su destino, Juanpe se ha ido descubriendo, y la afición le descubre, y Landa se descubre ante él: “¡Quién hubiera tenido un debut en el Giro como el suyo!” Pero Juanpe sufre porque la etapa, tan llana, no da respiro. Pelotón y fuga, gato y ratón, Tom y Jerry: el ratón es siempre más listo. Los cuatro marcan el ritmo del pelotón: lento al principio, acelerado a tope al final, a más de 60 hacia Treviso, y el pelotón no les alcanza, y la media de toda la etapa de de 46,5 kilómetros por hora, y llega partido detrás, porque después de subir el muro del prosecco la aceleración exagerada deja a los últimos 50 fuera de rueda, y entre ellos está Juanpe. Su Trek muere por él. Pierde tres minutos. Conserva la blanca por cinco sobre Buitrago. Si la conserva, será el primer español que gana el premio al mejor joven del Giro, que se otorga desde 1976.

Y podría hablar, y más que de nadie, de Landa, que se ha cortado el pelo, y parece un casco su corte por debajo del casco, pura distinción, y, antes de salir, mira nostálgico el lago de Levico, el camino que lo bordea lleno de caminantes, y la mirada del ciclista, más tercero que nunca, cuatro minutos sobre Nibali, cuarto, tras la baja de Almeida, está adelante, en los que le aventajan, en lo que llega, un puertarraco el viernes en la frontera eslovena, el Pordoi, cima Coppi, y la Marmolada, el sábado. “Antes de venir al Giro, ser tercero me parecía muy bien”, dice, “pero, llegados a dónde estamos, no me conformo, quiero más, aunque eso signifique arriesgar… y tengo que lograr soltarlos, a Hindley y Carapaz”. Y ahí, más que en ningún sitio, habla su orgullo. Y como sabe que su equipo es tímido, como todos, y huye del riesgo, anima a los rivales. “Si solo el Bora de Hindley volviera a hacer el sábado en el Pordoi lo que hizo en Turín, ese caos me beneficiaría”, dice Landa, fino conocedor de la historia, y de su paisano Paco Galdos, que tantos años en su pizzería de Vitoria, Il Dolomiti, rumiaba cotidianamente su frustración por no haber podido soltar a Fausto Bertoglio en el Stelvio del 75, y perdió el Giro por 41s. “Es lo que más necesito, soltar a esos dos, y atacar de lejos…”

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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