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El colombiano Buitrago gana la etapa y Landa avanza en un Giro de Italia de igualdad máxima

El ciclista vasco ya es tercero en la general de la carrera que sigue liderando el ecuatoriano Carapaz con 3s sobre el australiano Hindley

Carlos Arribas
La emoción de Buitrago nada más ganar la etapa.
La emoción de Buitrago nada más ganar la etapa.MAURIZIO BRAMBATTI (EFE)

La etapa, en el lago de Lavarone, junto a una gasolinera, la gana Santiago Buitrago, un bogotano que tenía 11 años, y ya corría con dorsal, cuando Nairo ganó el Tour del Porvenir. A los 22 llora como un hombre cuando queda segundo, el domingo pasado en Cogne; llora cuando gana y se abraza a Rayan Ajaji, su jefe de prensa, en la meta. No llora cuando se cae, una curva mal tomada descendiendo el Giovo, junto al pueblo de los Moser y de Simoni, ganadores de Giros, blasfema y grita, rabia y dolor, y sacude el brazo. Se monta de nuevo. La testosterona, el golpe, cumple su función. La adrenalina. Pedalea más fuerte. Gana con el pantalón desgarrado. Corre en el Bahrein. Corre en el Bahrein para Landa, que en la meta le abraza como a un hermano pequeño feliz el día de su primera comunión. Landa avanza. Ya es tercero. 1m 5s, delante, Carapaz. 49s detrás, bye bye Almeida. “Un día duro. Controlamos la última subida. Muy fuertes Hindley, Carapaz, pero estoy feliz por dejar a Almeida”, dice. “Y supercontento por Buitrago”.

“Los tres, Hindley, Landa, yo, estamos muy igualados. Esto se jugará en los detalles más mínimos. Las bonificaciones. Los movimientos de equipo”, anuncia Carapaz, líder del Giro por tres segundos.

El Giro se juega al fotofinish. Los escaladores esprintan. Los sprinters trepan, Carapaz acelera los últimos 200 metros sobre una serpentina de seda lanzada al azar en la ladera después de un mínimo descenso. Landa pierde su rueda. Carapaz, más pletórico que ningún día, le saca seis segundos a Landa, y, por fin, a la cuarta, le enseña la rueda trasera a Hindley. De la mano de su compañero Poels, que le abre huecos, Landa acelera, manos bajas, a tres kilómetros de la cima del Menador, y cuando vuelve la cabeza, Almeida ya no está ahí. Los otros dos no se lo quieren creer. Colaboran. Aceleran uno detrás de otro. Están rompiendo un encantamiento. Pero Almeida les ve. Está a 100 metros detrás. El Menador, el último puerto hacia el altiplano de Lavarone, es una carretera excavada en la roca por el ejército austriaco a comienzos del siglo XX, túneles estrechos, abiertos a mordiscos. Las altas presiones envuelven al pelotón. El chubasco abre camino, moja las carreteras, amenaza. Ninguno se moja. Almeida se lleva la mano al bolsillo trasero cuando alcanza el altiplano que domina un valle de abetos y prados verdes verdes que en invierno son pistas de esquí de fondo, y lagos de aguas limpias abajo. Fiordos de aguas cálidas, Barcas con cabezas de dragón en la proa. Regatas salvajes. Los dedos de Almeida palpan en el bolsillo. Busca el tacto blando y resbaladizo de un gel. No lo encuentra. A la etapa le quedan ocho kilómetros. Unos pocos de falso llano, un piccolo descenso, 700 metros de cuesta final. Almeida, vacío, cede. El falso llano le duele más que las pendientes más duras. No encuentra un desarrollo que le haga avanzar. Está solo. Siempre.

Mathieu van der Poel, manos desnudas, rompe la etapa subiendo el Tonale, un puerto que abre la puerta a los gigantes, Gavia, Stelvio, de los que este Giro pasa. Kilómetro 1. Guía a la fuga de 25 a través de las plantaciones de manzanas golden, las melindas (palabro inventado: mela, manzana en italiano, y linda, español para hermosa) que inundan los mercados mundiales. Sigue delante entre los viñedos, la uva tirolesa de Trento que tanto gustaba a obispos y cardenales del concilio. A 15 kilómetros del final, inicia el Menador en cabeza. Nieto de Poulidor. Rosa en Budapest. Amarillo en Bretaña. Rey de Flandes. Un uomo solo al commando. Le sigue otro holandés baby face, Gijs Leemreize, un mes más joven que Buitrago. Herederos dignos de Wagtmans, el ciclista del mechón blanco que cuando Merckx se lo pedía aceleraba en los descensos y temblaban de miedo los escaladores españoles, los dos niños abandonan a todos los fugados bajando el Vitriolo, el primer puerto, no tan sulfuroso como su nombre. Pendientes suaves, curvas amplias, nubes pegadas a la ladera, blancas, blanditas como el cuerpo de Platero. Los dos se lanzan felices. Van der Poel, la belleza de la insensatez, no parará hasta que reviente. En el Valico, la víspera, cruza la cima, con un wheelie a una mano. No entiende el sacrificio del ciclista si no se expresa en plenitud en todas las carreras, todos los kilómetros. Todos los días de todo el Giro ha entrado en las fugas importantes. Aguantará hasta tres kilómetros del altiplano. Cada día más lejos. Le pasan su compatriota rubito, y a este Buitrago, enardecido, flotando, soñando su sueño. Contador, como un aficionado más, se acerca a Van der Poel en la meta. Le da una palmada en la espalda. Le proclama “capo”.

“Otro día persiguiendo”, dice Almeida, portugués de Caldas da Rainha. Ciudad balneario. Relax. Almeida es cada vez más Agostinho. Duro, duro, duro. “Mentalmente es duro, pero esto no ha acabado. El podio es posible, pero no fácil”. El sábado, la Marmolada. Fotofinish. Van der Poel. Landa.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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